Nunca un problema diplomático tan severo, como la expropiación por argentina de las acciones de una empresa española, ha sido recibida con tanto alivio por el propio rey Juan Carlos, aunque esto se relacione de manera directa con su tarea como jefe del Estado español. Y es que esta valiente decisión de Cristina de Kirchner, en medio del accidente real en plena cacería de elefantes en Bostsuana, haya salido de las primeras planas de la prensa hispana y mundial y cambiado el foco de indignación desde su persona hacia la de la Presidenta.
Sin embargo, los intereses económicos de la petrolera española no logran nublar la conciencia de un pueblo que sigue repugnado con la afición matarife de su regente y que lo revela como un personaje frívolo y despiadado. Y es que al más puro estilo de las cacerías reales de las que tenemos noticias y detalles por los enormes cuadros y tapices que cuelgan de los muros de los museos y elegantes salones europeos, el rey Juan Carlos tiene el desparpajo de salir de cacería de elefantes en pleno siglo XXI, cuando la onerosa afición resulta un grave acto de crueldad y seria desconexión con la realidad que viven sus súbditos sumidos en una de las más duras crisis económicas de los últimos tiempos.
Sus tardías disculpas son sólo una manera de controlar la marea que amenaza su posición y la de la institucionalidad que representa, cuando los cuestionamientos surgen en torno a una Ley de Transparencia que afecta a todo el sistema público español menos a la monarquía o cuando los sueldos de los empleados fiscales han sido rebajados. Incluso los fondos destinados a la investigación científica en un 25 por ciento, mientras que al Rey sólo se le redujo en sólo un 2 su presupuesto familiar. Allá los españoles y su institución decimonónica que para pueblos como el nuestro representan resabios de un sistema injusto y hasta ridículo. Son estos momentos en los que se reconoce el coraje y visión de un O’Higgins que abolió todo vestigio nobiliario durante su mandato…
El disparo del Rey, sin embargo, es mucho más profundo y cala más hondo que su averiada cadera, cuando se destapan hechos de los que poco se sabe y mucho se calla. Como que el personaje en cuestión, el mismo que hizo callar de manera brusca y hasta grosera al presidente de Venezuela en una cumbre iberoamericana hace unos años, es el que se permite despilfarrar matando animales de talla mayor y en serio peligro de extinción, como los escasos bisontes que quedan en el mundo en un viaje a Polonia y por lo que pago siete mil euros, los cinco osos que mato en Rumania o al oso desfalleciente y borracho con whisky y miel que le reservaron en un zoológico en Rusia para que lo ejecutara sin peligro. Lo más duro, sin embargo, es que quien lleva las riendas de las relaciones internacionales de España guarda en su historial un hecho que da muchas luces respecto de su persona, cuando hace 56 anos, el entonces joven Juan Carlos -mientras jugaba con su hermano Alfonso- le disparo en pleno rostro, causándole la muerte en forma instantánea. La pregunta que surge de inmediato es cómo una persona después de un hecho tan traumático, como es la muerte involuntaria de un hermano, no le hizo aborrecer y odiar las armas para siempre.
El escándalo del Rey y sus cacerías tienen a media España indignada y a toda Europa dolida en una semana particularmente sensible, cuando aún resuena el temerario “no me arrepiento” de un Breivik, el asesino de decenas de jóvenes noruegos. Situaciones que permiten debatir sobre la tenencia de armas y la legalidad de lo que algunos se permiten llamar deporte, como la cacería, porque en estas lides cuesta reconoceré al asesino que algunos llevan dentro.