Era la primavera. Pero la sangre sigue corriendo en Siria, como en la horrorosa matanza del pasado fin de semana. En Yemen un integrante de Al Qaeda se hizo explotar hace algunos días en un ensayo de desfile militar y mató a 120 personas. En Egipto cayó Mubarak y hay elecciones democráticas, pero ningún candidato –ni laico ni religioso, ni de derecha ni de izquierda- tiene en sus planes amagar el poder del Ejército, que es el que realmente controla el país. Grecia es el epicentro de la crisis de Europa y España tambalea en la cornisa. Los indignados ocupan Wall Street pero adentro nada cambia. Es la primavera, que en el curso de la historia tiene un tránsito mucho más matizado y paciente que en el caso de las estaciones del año.
La mecha de origen fue el cuerpo de un inmolado tunecino que insufló de coraje al colectivo, como sucedió un día en Chile con Sebastián Acevedo: el joven de 26 años Mohamed Bouazizi. La novedad radicó en que si bien en la historia del mundo árabe ha habido muchas revoluciones, no había ocurrido una con tintes variables de demandas democráticas y de justicia social.
Al saltar de esa región a Europa y al constituirse un sujeto social y global difuso, los Indignados, este fenómeno un año después ha exigido explicaciones distintas a los estándares que existían. Convencionalmente, se estimaba que los problemas políticos y sociales de Oriente y Occidente no eran homologables, pero las similitudes y simultaneidades de los estallidos han preguntando por el hilo conductor. Por de pronto, en Medio Oriente, Europa y América Latina los levantamientos son contra la concentración del Poder y los abusos a las mayorías. En algunos casos por obra de las dictaduras y, en otros, por democracias completamente sometidas a las pulsiones del Capital. En algunas partes te matan, en otras te condenan a la pobreza; en algunas manda el dictador, en otras, el presidente del Banco.
Las movilizaciones han buscado en cada realidad local cambiar el orden vigente por algo nuevo, y a partir de ese proceso se ha generado una cadena de cuestionamientos. Los jóvenes de Medio Oriente, influidos por la penetración cultural de las redes sociales, han pedido más libertad y lo han homologado en algunos casos con las democracias occidentales. Pero de este lado del mundo, quienes se movilizan acusan a las instituciones democráticas de ser pusilánimes ante la concentración económica, como se hace ahora con la Unión Europea y los estados nación que la componen en lugares como Grecia, España o Inglaterra.
Efectivamente, en Estados Unidos y Europa el malestar ha sido gatillado por los crudos y didácticos ejemplos de la crisis financiera. Donde parecía haber pactos sociales sólidos, de repente cundió el desempleo, la pérdida de las casas propias, los recortes en los beneficios sociales y el deterioro de la infraestructura pública.
En países donde la desigualdad se mostraba como un asunto secundario, se produjo la indignación al comprobar que los gobiernos democráticos, en vez de cumplir con cercar al sector financiero como habían prometido, terminaron auxiliándolo con recursos del Estado mientras el pueblo se hundía en su repentina miseria. Los políticos, los banqueros y los ricos en general pasaron a integrar el mismo grupo de enemigos y, por ello, buena parte de los gobiernos que administraron la crisis terminaron perdiendo el poder, amenaza que, sorpresivamente, se yergue ahora también sobre la relección de Barack Obama.
Los sujetos sociales que han empujado este alzamiento han sido los más jóvenes y han sorprendido tanto a los que mandan como a la orgánica tradicional del contrapoder. Creen mucho más en las redes, en el complexus (tejido en latín) que en las estructuras tradicionales y verticales de los partidos políticos. No han requerido asistir a mitines porque para eso tienen los recursos de la tecnología de punta. Para decirlo en términos de la realidad local: si la Unidad Popular triunfó con concentraciones en las plazas de Armas, la Revolución Pingüina se hizo con mensajes de texto y el Movimiento Estudiantil con las redes sociales, especialmente con Twitter. Sin oradores centrales. Y no ha habido duopolios ni concentración radial que hayan podido desconectarlos.
El Poder y su eterna vocación de controlar los discursos han tambaleado ante esta súbita inestabilidad, pero ya tratan de defenderse alambrando el jardín, lo cual no hace sino comprobar la importancia política de los medios de comunicación ¿Por qué un régimen o gobierno impopular se molestaría en la censura, si no es para su perpetuación en el poder? No es casual que luego de la proliferación de estallidos apoyados en las redes sociales, se haya sucedido una serie de hechos que apuntan a restringir la circulación libre de información que pudiera amenazar a los que mandan. Por de pronto: el juicio en Reino Unido a Julian Assange, el fundador de Wikileaks, además de las leyes SOPA y PIPA y la censura en Internet en varias dictaduras del planeta.
Otra de las dificultades que se aprecian, tal como hace un par de décadas en Chile, es que las transiciones no han llegado donde se suponía. En algunos de los alzamientos que derribaron mandatarios, el vacío de autoridad fue llenado con gobiernos temporales que no tenían el poder ni la vocación de responder a las enormes expectativas generadas. Así, el presente de naciones como Túnez, Egipto o Grecia sigue amenazado por el caos social o el franco pesimismo. Lo que sucederá en términos de transformación estructural o mero rayado de pintura al statu quo sólo podrá verse en años, no en meses.
En ese tránsito, uno de los principales debates es sobre si los movimientos sociales serán capaces de remplazar a los desprestigiados partidos políticos como instrumentos de transformación social. Ante cánticos como los que se escuchan en Chile de “El pueblo Unido avanza sin partidos”, suele responderse que juntar miles de personas en las calles no significa tener poder real. Y que el orgulloso antagonismo ante las instituciones políticas es, precisamente, una renuncia a transformar las consignas en realidades. Habitamos, entonces, un tiempo donde coinciden la falta de poder en unos y la falta de legitimidad en otros. Y en el caso de los partidos cuya raíz está en la izquierda, la ocurrencia de la simultánea crisis ideológica de la socialdemocracia y el escaso peso electoral de la izquierda más tradicional.
Esta dificultad explica que, más allá de la gravedad de los problemas sociales, las demandas sean modestas. Las asimetrías de poder actuales son inéditas en la historia de la Humanidad y los proyectos que aspiraban a ponerse en medio, como la ya mencionada Socialdemocracia, ni siquiera ha podido empatar en los índices de desigualdad y han terminado gobernando en funcionalidad con las corporaciones. Así las cosas, no parece fácil el camino para los sueños de la indignación mundial, pero las demandas siguen movilizando a millones en las calles. Mal que mal, lo que la Primavera pide es tan poco, habiendo pasado ya la época de las grandes utopías: participación de los ciudadanos, transparencia de las economías, justicia social y soluciones razonables a la crisis económica mundial.