El triste papel del Parlamento

  • 22-07-2012

Estas últimas semanas han sido elocuentes en demostrar la debilidad institucional de nuestro Poder Legislativo. Las resoluciones sobre el monto del salario mínimo y la práctica del lucro en la educación superior dejaron de manifiesto lo poco que importa este supuesto poder del estado en el acontecer político, cundo incluso las mayorías expresadas en sus votaciones internas finalmente son burladas por los vetos presidenciales y mecanismos tan absurdos como que los votos en blanco puedan sumarse a la posiciones minoritarias y, así, dejar a senadores y diputados en el más completo ridículo frente a la opinión pública.

El sistema electoral binominal que todavía rige para elegir a los parlamentarios cumple exactamente con la trampa perseguida de dejar prácticamente empatados a los dos grandes bloques políticos legislativos, lo que le entrega siempre al Poder Ejecutivo la adopción de decisiones bajo un sistema constitucional que, además, no contempla la consulta ciudadana para resolver sobre cuestiones cruciales, como ocurre en otros países republicanos. Las negociaciones políticas para mantener el duopolio que por más de dos décadas sigue apoltronado en nuestras dos cámaras le da a las cúpulas de los partidos un poder abusivo en la determinación del voto de sus parlamentarios, quienes a la hora de adoptar posiciones, ciertamente, se inclinan por lo que se le instruyen sus colectividades, más que por lo que les dicta su conciencia o le demandan sus supuestos representados.

En estos días, el país ha tenido la oportunidad de comprobar la enorme presión ejercida desde La Moneda para asegurarse los votos de Renovación Nacional en la definición de un monto indecoroso para los más de 500 mil trabajadores condenados a recibir un salario de hambre, pese a que el propio presidente de esta colectividad oficialista y no pocos parlamentarios demandaron infructuosamente un monto mayor.  Pero sabemos que éstos, finalmente, terminaron alineando su voto con la posición del Ejecutivo, pero que ni así éste pudo reunir los votos parlamentarios para aprobar su proyecto. De esta forma es que tuvo que sacar de la manga un veto aditivo, triquiñuela que en 73 oportunidades ha servido de instrumento a los gobiernos de la post dictadura para burlar los acuerdos parlamentarios.

Por estos vicios institucionales sin corregir, no es de extrañarse que la labor legislativa y el prestigio de los partidos compitan por los últimos lugares en el grado de credibilidad de la población. Sabido es que la baja popularidad del propio Presidente de la República es todavía mucho menor respecto de los partidos y el desempeño de nuestros diputados y senadores. Quienes ni siquiera se ruborizan por las escandalosas dietas y asignaciones que reciben por una labor que se aprecia  cada día más irrelevante. No escapa a la observación ciudadana que, en el momento en que se determina fijar en apenas 193 mil pesos el salario mínimo mensual, nuestros “legisladores” se hayan incrementado sus ingresos en más de dos millones, con lo que sus remuneraciones se igualan o sobrepasan las percibidas por los parlamentarios de los países más ricos y en cuyas democracias el poder legislativo ciertamente cumple un papel relevante en la toma de decisiones.

A pesar de los conciliábulos que algunos dirigentes políticos vienen realizando para promover reformas a la ley electoral y la institucionalidad vigente, lo más probable es que se cumpla un período más de plena vigencia de la Carta Fundamental, y el país enfrente elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales bajo las máculas autoritarias, las leyes represivas y el diseño económico desigual heredados de la Dictadura. No se ve en los actuales moradores de La Moneda, ni en estos pretendidos representantes del pueblo,  voluntad seria de escuchar al país y prevenir la inminencia de un nuevo quiebre institucional, en que la protesta popular cada vez más extendida, cuanto el desencanto y la desafiliación masiva de los referentes políticos tradicionales, legitimen acciones más drásticas como las que ya se manifiestan en nuestra Araucanía, como en la creciente indignación de los jóvenes y trabajadores a lo largo de toda nuestro territorio.

Por más que quienes nos gobiernan, o le hagan de comparsa en el Parlamento, se empeñen en dictar leyes que ahora prohíban expresar su público descontento. Cometido que ahora desvela al Ministro del Interior, a su asesor de Seguridad  y a un buen número de legisladores después de que el otro Poder del Estado los expusiera al ridículo al descubrirles todo un montaje jurídico policial caratulado por la prensa como el “Caso Bombas”, y que tenía por objeto inhibir la protesta social, como desacreditar las demandas estudiantiles.

Divorciada  la clase dirigente del país real, hay quienes ya recurren a los poderes fácticos  (empresarios, dignidades eclesiásticas, militares y otros) para que impongan medidas de corrección institucional, o determinen simplemente la interdicción de muchos de sus subordinados en esta actividad, especialmente de quienes se perpetuán fatalmente en los cargos públicos. Un camino, sin duda, inútil y arriesgado, cuando son exactamente estos referentes el verdadero poder detrás de trono de los políticos profesionales.

Es más saludable, por cierto, alentar el camino de la movilización social, de la desobediencia civil y del poder popular, aunque para ello debamos arriesgar convulsiones sociales y costos que, de todas maneras, serían menos traumáticos que la perpetuación de la injusticia y la violencia institucionalizadas. O de los cuartelazos que cíclicamente interrumpen nuestra convivencia.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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