Nuestro ordenamiento institucional y costumbres les otorgan a las iglesias prerrogativas y consideraciones especiales que no se condicen con el proclamado estado laico y con el principio de la igualdad frente a la Ley. Mientras las entidades educacionales, financieras, previsionales y otras son fiscalizadas por diversas superintendencias que velan por los derechos de los trabajadores, inversionistas y consumidores, la actividad de la Fe goza de amplios márgenes para actuar e, incluso, lucrar en su cometido de ganar fieles y consolidarse económicamente en toda suerte de propiedades a lo largo de todo el país. Las jerarquías eclesiásticas administran empresas, realizan compraventas, recaudan donaciones y realizan diversas transacciones al abrigo de prebendas tributarias, por ejemplo, que las ponen en un sitial de privilegio frente a tantas otras instituciones de la vida nacional. Los aportes foráneos, el dinero del culto, las herencias y otras tantas recaudaciones religiosas son poco o nada controlados fiscalmente. Asimismo, es un hecho de la causa que los propios empleados de las iglesias muchas veces vulnerados en sus derechos laborales.
Contradiciendo, incluso, los propios postulados de la fe religiosa, es irritante observar cómo los más pobres son tentados por festividades de culto en que se explota el milagroso don de ciertos íconos y liturgias que le generan a sus convocantes y administraciones ingentes recursos económicos. Al mismo tiempo que otros pastores y sacerdotes buscan en los más ricos lavar sus culpas agenciándose suculentas erogaciones que finalmente consolidan a las iglesias, en especial a la Católica, entre las instituciones más poderosas del país, tan sólo si sacamos la cuenta de su enorme y extendido patrimonio inmobiliario y accionario.
No hay duda que las iglesias cumplen con una loable tarea en beneficio, generalmente, de los más desvalidos del país. Encomiable es, en este sentido, la obra cumplida por el Hogar de Cristo y otras iniciativas, muy especialmente relativas a la educación, la atención hospitalaria, de la niñez y otros. Pero nada explica que la transparencia que hoy se busca exigir a toda la actividad nacional no se imponga, también, en el propio ámbito de la beneficencia, donde no pocas veces se ocultan ilícitos y afanes lucrativos repugnantes. Es público y notorio el veloz enriquecimiento de congregaciones y consorcios religiosos que operan en el rentable negocio de la educación privada, las que han llegado a constituirse, como se sabe, en poderosos grupos de influencia dentro de la iglesia universal. Además, por cierto, de la existencia de ese sinfín de referentes religiosos que pululan al arbitrio de predicadores inescrupulosos consolidados en verdaderas redes multinacionales en el negocio de la fe, y en la que muchas veces tienen infiltrados agentes de inteligencia y otros personajes siniestros cuyo caldo de cultivo es, justamente, la precariedad cultural y la desesperanza de nuestras poblaciones.
Para colmo, el mundo y nuestro país tienen que lamentar actualmente que, al abrigo de sus instituciones religiosas, pastores y sacerdotes se hayan involucrado en graves atentados de índole sexual, la mayoría de las veces en contra de menores que son confiados a ellos por sus padres y apoderados. Pederastas y encubridores que han alcanzado altos sitiales en la jerarquía vaticana y en congregaciones como la de los Legionarios de Cristo sólidamente vinculados al poder político y empresarial para realizar sus escandalosos desvaríos y escapar a la acción de la justicia ordinaria. No hay duda que el manto protector que las altas jerarquías le han dado a estos desquiciados, ha permitido que sus graves delitos ya hayan prescrito, como justamente ha ocurrido con el sacerdote Fernando Karadima que, por años, estuvo predicando y abusando de los menores que seducía con el don de su palabra y el poder económico recaudado en uno de los lugares de “oración” más exclusivos de Santiago. En este sentido, sólo un sinuoso afán corporativo puede explicar que un sacerdote vinculado a la loable tarea de defender a las víctimas de la Dictadura, sea defendido ahora por sus presuntas aberraciones por otro predicador que se destacó por su adhesión irrestricta y sostenida a Pinochet y su régimen.
La fe pública que se ha perdido respecto de tantas instituciones afecta, desde luego, a las iglesias y sus diversas instancias de operación, pero así como el estado chileno legisla para controlar la probidad y los derechos del pueblo es propicio que ahora se incluya en tal supervisión a todos los referentes religiosos. Además de que nuestros legisladores se cuestionen leyes y hábitos que consagran a favor de éstos otras formas de desigualdad e impunidad.