A 18 meses del terremoto y tsunami de Japón, las autoridades reviven su proyecto de avanzar hacia la implantación de la energía nuclear en Chile, planteando que durante el primer semestre del 2013 se retomarán los estudios y negociaciones -abandonados debido a los impactos mundiales y nacionales del “accidente” de Fukushima-, destinados a evaluar la tecnología, localización y tamaño de las futuras centrales. Esta decisión está en línea con las recomendaciones de CADE, Comisión Asesora para el Desarrollo Eléctrico creada por el Presidente Piñera.
Los defensores de esta iniciativa gubernamental se suman a la fracasada política de la no política (el mercado arregla todo) que busca reforzar el paradigma de desarrollo eléctrico del siglo XX –centrado en las macro centrales y concentración de la propiedad del sector– en desmedro de un enfoque moderno que apunta a una visión descentralizada conocida como generación distribuida, donde las centrales se localizan al lado del consumo, reduciendo las pérdidas y, por ende, los requerimientos de expansión del sistema, las emisiones contaminantes, y democratizando el sector y contribuyendo a la confiabilidad del sistema.
A pesar de que se ha tratado de circunscribir la decisión de impulsar la energía nuclear al ámbito tecnológico, ella es fundamentalmente una decisión política, como lo ha demostrado tanto el debate en países como Bélgica, Alemania, Italia, Suecia y Suiza o las decisiones de moratoria a la construcción de nuevas centrales y fechas de cierre de las existentes, establecidas a partir de referéndum vinculantes en dichos países: Estados Unidos detuvo la construcción de centrales durante 30 años, a raíz del accidente de Three Mile Island, proceso que reinició el Presidente Obama en el año 2010.
Los aspectos políticos del problema están vinculados a los accidentes, al manejo de los desechos y al desmantelamiento de las centrales.
En relación a los residuos, existen distintas soluciones, basadas ya sea en traspasar el problema a futuras generaciones o transformar en basureros nucleares a los países más pobres, ambas opciones abiertamente inmorales.
En cuanto a la tecnología, los avances realizados han ido reduciendo la probabilidad de accidentes; sin embargo, si ellos se llegan a producir, los daños humanos, ambientales y materiales pueden ser gigantescos.
En el fondo se trata de manejar el riesgo, el que se calcula multiplicando la probabilidad de ocurrencia por los costos, de todo tipo, de que ello ocurra; luego, si el costo es enorme o se considera moralmente infinito, entonces, aunque la probabilidad sea baja (en Chile más alta por su sismicidad y conocimiento geológico insuficiente), el riesgo será enorme o infinito. Resulta inaceptable el argumento de que la tecnología está dominada y que los accidentes ocurren debido a “fallas humanas”.
Los defensores de la opción nuclear argumentan que ésta tiene menores costos, lo que constituye una falacia, ya que se ignora los subsidios cruzados con la industria bélica o el apoyo de los gobiernos a su desarrollo. A ello se agrega que las exigencias de seguridad han ido incrementando sostenidamente los costos de inversión, sin considerar que los plazos efectivos de construcción han superado lo programado por los estudios previos (es el caso de la central Olkiluoto en Finlandia, donde los costos reales han prácticamente duplicado los originales), igualmente distorsionan los costos las prolongadas detenciones de las centrales que presentan fallas o han sufrido accidentes.
En el año 2007, la central Kashiwasaki (con una potencia superior a 8.000 MW) perteneciente a la misma empresa que Fukushima (TEPCO-Tokyo Electric Power Co), tuvo un accidente importante que la sacó de servicio por más de dos años, detención no considerada en los cálculos de costos.
Otros accidentes importantes han ocurrido en Inglaterra (Windscale, 1957, cambió su nombre a Sellafield), Unión Soviética (Chernobyl, 1986), Japón (Tokainuma, 1997; Mihama, 2004), Francia (Blayais, 1999; Macoule, 2011; Fessenhein, 2012). En la mayoría de los casos se han producido muertos y heridos, además de daños ambientales, la información de las empresas ha sido inexacta o engañosa (en el caso de Kashiwasaki, TEPCO estuvo enviando informes equívocos y poco rigurosos al organismo fiscalizador durante 2 años), las centrales han salido de producción por períodos prolongados y los gobiernos han tratado de minimizar la importancia del accidente.
Así las cosas, ¿es posible pensar que en Chile, donde el Estado se jibariza a extremos inaceptables, se podrá fiscalizar esta actividad, cuando en países que cuentan con una infraestructura tecnológica, humana, material y financiera, de alto nivel, no han podido desarrollar su función reguladora y fiscalizadora, plenamente?
Por último, en la medida que la autoridad sea capaz de desarrollar políticas energéticas sustentables, existen opciones energéticas menos riesgosas, más económicas y que contribuyen a mejorar la confiabilidad del sistema eléctrico nacional, como son las propuestas porla ComisiónCiudadanaTécnico Parlamentaria y que se traducen en una profunda reforma del sector eléctrico, fundada en lineamientos de confiabilidad, equidad, eficiencia, sustentabilidad y participación ciudadana, ninguno de los cuales sería satisfecho por el desarrollo de la opción nuclear.
Todo lo anterior conduce a rechazar una iniciativa moral, técnica y sustentablemente inaceptable y que puede interpretarse como un chantaje destinado a hacer aprobar proyectos que hoy están fuertemente cuestionados, como HidroAysén.
(*) Pedro Maldonado es ingeniero de la Universidad de Chile, especialista en ingeniería eléctrica e integrante de la Comisión Ciudadana Técnico-Parlamentaria para la Política y la Matriz Eléctrica (CCTP)