Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 29 de marzo de 2024


Escritorio

Contar con un lector

Columna de opinión por Antonia García C.
Domingo 20 de enero 2013 6:01 hrs.


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Una de las primeras cosas que nos enseñan en la escuela es a leer y a escribir. En ese orden. Y prácticamente en cualquier escuela. Lo que no nos enseñan en cualquier escuela es la relación. Lo que implica ser lector y escritor. Ambas cosas, sucesivamente. Lector, escritor, lector.

Es cierto que la palabra escritor ha quedado reservada en nuestras sociedades a quienes se dedican al oficio de escribir. También es cierto que la palabra lector ha sido más abarcadora sin excluir una que otra forma de profesionalización. Pero en este texto me voy a referir a la capacidad que tenemos los seres humanos de ser ocasionalmente lectores y escritores, sin necesariamente dedicarnos a lo uno ni a lo otro de manera profesional.

Voy a dar dos ejemplos. El primero cabe en una palabra: correspondencia. Se trata del arte de atender y de ser atendido. Una suerte de pacto entre dos personas que se encuentran –relativamente– lejos: “yo leo lo que tú me escribes cuando tú me lees y te escribo porque te he leído y volveré a leerte”. Un pacto que incluye una promesa. Una promesa de acercamiento y de continuidad. No se trata de una carta sino de varias pero, sobre todo, se trata de hacer un camino de ida y vuelta.

¿Quién no tuvo una correspondencia en su vida? Una voz irreverente podría contestar: “los menores de 40 años, esos no tuvieron”. Es posible. Hay un quiebre, aunque yo no sabría decir bien en qué consiste ese quiebre, entre los que conocieron y los que no conocieron las cartas. Esa manera especial de dirigirse a una persona. De reclamarla con regularidad, en diversos períodos y, en algunos casos, durante toda una vida. Ni hablar de la espera… De la ansiedad… La cuenta de los días… La alegría frente a un sobre… La satisfacción de reconocer el remitente incluso antes de leer el nombre porque la tinta… la letra… el mismo sobre…

Aclaración necesaria. Me estoy refiriendo a un tipo de correspondencia ajeno a toda obligación formal o profesional. O sea a dos personas que se escriben porque quieren y, llegado el caso, porque se quieren. Lo que implica voluntad. No tanto para escribir o para leer sino para sostener el diálogo, la relación epistolar, en el tiempo.

Porque es el tiempo lo que distingue la carta de otras formas de intercambio. El tiempo de la lectura. El tiempo de la escritura. El tiempo de la espera. (En una improbable historia de la espera, habría que poder incluir las cartas que fueron y volvieron todas las veces que las personas –destinatario o remitente– no pudieron hacerlo).

Me gusta pensar que ese camino de ida y vuelta es una relación literaria. Y hasta me atrevería a decir que las cartas, las simples cartas entre amigos, novios o parientes constituyen un género literario à part entière. Un género literario pleno, total: ni mayor ni menor que otros géneros como pueden ser la poesía, el cuento, la novela. No en vano Dostoievski creó el personaje de Makar que no hace otra cosa que escribir sin tener la menor calificación para hacerlo. En todo caso, no debe ser casual que su primera novela –Pobres Gentes– sea una novela epistolar.

Y es que las cartas daban esa posibilidad de que cualquiera pudiera volverse narrador de sucesos ordinarios y extraordinarios para que otro lo leyera. Por eso mismo, también, las cartas satisfacían el deseo más profundo de cualquier “escritor”: contar con un lector. En todos los sentidos: contar con un lector.

Otra especificidad de la carta como literatura fue quizás su carácter privado. En teoría, las cartas no estaban hechas para ser difundidas. Salvo que los autores fueran, además de amigos, ilustres. Salvo, también, que por alguna razón los estudiosos decidieran que había que publicarlas. Muchos analistas, de diferentes disciplinas, han encontrado material epistolar para sus propias narraciones. Cartas de combatientes, por ejemplo, de la primera guerra mundial. Cartas al rey, en épocas remotas. Cartas que pierden su estatuto de cartas al volverse documento en el que sólo cuentan las palabras: no quienes las escribieron ni quienes las leyeron.

Hoy las cartas han muerto. Los tiempos modernos brindan otros medios para que personas que se encuentran –relativamente– lejos puedan comunicar. Las diversas posibilidades que ofrecen los teléfonos, el correo electrónico y otros espacios propios de Internet dan cuenta de ello. Sin duda todas estas modalidades son reveladoras. No sólo de la ambición de vender por parte de empresas de multimedios. También de una necesidad de dialogar tan inherente a los seres humanos como su incapacidad para lograrlo la mayoría de las veces. Todos hemos observado de qué manera podemos estar “conectados” con los amigos más lejanos ignorando a los que tenemos al lado. Y hemos observado los múltiples intercambios fallidos que puede generar una lectura demasiado rápida de tal o cual mensaje. Y la mutilación del lenguaje o su metamorfosis, etc. La velocidad nos vuelve locos. Ya lo dijo Chaplin. En realidad no lo dijo porque la película era muda y sigue siendo un misterio que hayamos escuchado. En fin, hoy todo es rápido. Ya no hay espera. Ni promesa.

Y sin embargo, hay lectores. Es admirable. Todavía hay lectores. Lectores que se expresan, escriben y permiten que los autores sigan haciendo lo suyo: atendiendo, corrigiendo, respondiendo. Es el segundo ejemplo que quería dar. Es cosa de ver lo que permiten, también, los medios informativos electrónicos –entre ellos, este diario– a través de su función “comentarios”. Desde luego, como cualquier herramienta, esa función admite usos diversos. Ocurre que algunos la usan a la “antigua”: leen, luego escriben. Quisiera, con todo respeto y sin que lo dicho excluya a ningún otro lector, dirigirme en especial a dos de ellos. Lo que no deja de ser una apuesta. (Las cartas a veces se pierden).

Rodolfo: ya sé que no te gusta la idea de que uno se limite a resistir, ¿pero no te parece que habría que hacer algo para rescatar el tiempo? Me refiero al tiempo que nos damos unos a otros. ¿Y no sería una manera posible de… participar… hacer que se detenga la extraña máquina que parece haberse apoderado de nosotros y que nos obliga a reaccionar, siempre a reaccionar, en vez de accionar?

Querida Adriana: ¿has tenido ocasión de leer “Sobre la simpatía humana”? Si la respuesta fuera no… “déjame que te cuente…” Es un texto de Roberto Arlt escrito a principios de los años 30. Se puede encontrar en Internet. Es cortito… Pero se me hace que le hizo falta toda la vida para escribirlo. No por nada murió a los 42 años. Él habla de los lectores. Y habla de la relación entre dos personas que no se conocen. Y habla de algo que implica reciprocidad…

Tal vez leer, escribir, no sea otra cosa. Una serie de gestos que implican reciprocidad. Por ende, un vínculo entre las personas. La voluntad de recibir y entregar, de escuchar y expresar. Para estar –relativamente– menos lejos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.