Para muchos chilenos el ideal de vacaciones se sitúa en una playa, ojalá caribeña, donde el mayor esfuerzo sea el decidir entre ingresar al agua o no. Demasiado cansados con una jornada laboral que nos sitúa entre los trabajadores que más horas destinamos al “laburo”, en relación a los que nos parecen nuestros pares, como los que pertenecen a la OCDE, y con un índice de productividad que nos distancia aún más de aquellos, llegamos este punto de año, prácticamente, gateando. A duras penas no sólo debido al agotamiento corporal sino por un cansancio con el estado de las cosas, el abatimiento de que aunque la música de fiesta resuena de fondo interpretada por la orquesta de La Moneda y la clase política, nunca llegamos a ella. Aunque se trabaje más duro o se estudie más que nunca. Un sentimiento de que nos estamos tratando mal entre nosotros, que a pesar de los importantes logros macroeconómicos, la vida sigue exigiendo demasiados sacrificios a quienes tienen menos, que el Estado de antaño preocupado de todos los hijos de la Patria, hoy tiene puestos sus ojos en unos pocos, en un pequeño puñado a los que les da la mejor educación para que puedan vivir y gozar de los múltiples beneficios de un bello y exitoso Chile que aparece pontificado en la televisión y en los medios extranjeros, pero que dista del Chile real.
Porque acá, no hay quien se salve: ancianas y ancianos, adultos, jóvenes y hasta los niños tienen muchas razones para sentirse cansados a estas alturas del año, no sólo del cuerpo, sino que de vivir en un país donde el sentimiento de abuso los atraviesa a todos.
Los adultos mayores, nuestros queridos “viejos”, están cansados de estar cansados, al ver que los días pasan y que sus posibilidades se estrechan cada vez más; que sus jubilaciones se hacen cada vez más exiguas para poder vivir en dignidad; que su salud se quebranta rápidamente y que las posibilidades de acceder a su tratamiento son escasas, debido a lo oneroso de las atenciones y los medicamentos… pareciera que la sociedad chilena esperara de ellos que se fueran cuanto antes al “otro mundo”, para que dejen de ser esa pesada carga en las arcas fiscales, como se atrevió a decirlo el ministro de Finanzas de Japón, Taro Aro, quien hizo un llamado a los ancianos nipones a que “se den prisa y se mueran”. Demasiado honesto, este político para estar en sus 72 años, pero que dice de manera expresa lo que acá decimos de manera implícita.
Cansadísimos las jefas y jefes de hogar de cuentas y más cuentas por pagar en un país donde los sueldos tampoco crecen de manera equitativa con el alza del costo de la vida. Un país donde el Estado se sienta impávido a mirar cómo cada uno de sus habitantes se las ingenia para acceder como pueden a la educación, salud y bienestar que sólo sus bolsillos pueden darles, el que les alcanza y si no, pues qué pena.
Lo más preocupante, sin embargo, es el trato que les estamos dando a nuestros jóvenes. A aquellos que recién empiezan sus vidas con toda la energía para enfrentarla, a las generaciones que debieran ser el recambio natural en un país que entiende que cada una cumple una etapa para dar paso a la siguiente, les estamos haciendo las cosas demasiado difíciles, tan difíciles como para que se sientan agobiados a pesar de su corta edad.
El lapidario estudio de la consultora internacional Pearson dado a conocer esta semana es suficiente como para amargarle el verano a millares de jóvenes chilenos, por no decir, a la mayoría. La sentencia es que después de haber sido obligados a 14 años de aprendizaje bajo los estándares y lineamientos señalados por el mismo Estado, con un currículum bastante claro y sistematizado, se les somete a un examen llamado Prueba de Selección Universitaria, PSU, rito indispensable para acceder a la siguiente etapa en su formación que, sin embargo, no está alineada con la formación que se les entregó durante todos esos años. ¿Un mal chiste? Es el gran ¡Plop! de este verano. Un informe que sienta de manera rotunda que no sólo no se está evaluando bien, sino que además, discrimina de manera abierta a quienes han tenido que ¿optar? por la educación técnico-profesional. ¡Cómo no entender entonces, la frustración y rabia de esos jóvenes que salen a destrozarlo todo, cuando aunque hagan todos los méritos por estudiar en sus liceos técnicos-profesionales la gran trampa es una prueba que les dice que no valió la pena! Que son personas no aptas para el sistema, que han sido rechazados…que venga el siguiente.
La perversa PSU, como debiera empezar a denominársele a estas alturas, contiene en su interior además, una fórmula que retrata no sólo a un instrumento injusto que discrimina entre ricos y pobres sino que además, modela la manera de pensar de nuestros jóvenes, no importando del hogar del cual provengan. La prueba castiga las respuestas erróneas, un método que ya fue superado en el resto del mundo, pero sin embargo acá cada cuatro malas se descuenta una respuesta correcta. Este siniestro uso no sólo permite que alumnos con distinto nivel de conocimiento puedan obtener a la postre el mismo puntaje, como lo dice el estudio, sino que además, condiciona a los sujetos a un modelamiento que se puede resumir en: “ante la duda, abstente”, una actitud que no se condice cuando justamente es el error, la equivocación la que ha permitido los más grandes avances de la Humanidad. Una mirada miope que en países como Estados Unidos, que es el que regla los perfiles de los profesionales y empresarios a este lado de Los Andes, sería para la risa, cuando lo que valoran es justamente a aquellos que se han atrevido, a los que se han equivocado, porque son esos yerros los que indican el aprendizaje.
Pero, lejos, el más palmario ejemplo de cómo maltratamos a nuestros jóvenes hoy en Chile, se dio esta semana en el plano judicial con el rechazo definitivo de la Corte Suprema en el Caso Bombas. Una sentencia judicial que castiga al Estado por haber sometido, amparándose en la Ley Antiterrorista, a seis jóvenes a un juicio de dos años en los que los tuvo presos bajo la más repugnante trama político-judicial del último tiempo. Con ello, ha quedado sentado de manera definitiva que el otrora poderoso fiscal Alejandro Peña, que luego saltó dudosamente el Ejecutivo y de ahí a quién sabe dónde, armó con medios probatorios que han sido el hazmerreír de medio Chile, una hipótesis que no pudo probar. De paso, obligó al Estado a indemnizar a las víctimas con cifras que llaman la atención de algunos por lo abultadas pero que en ningún caso, pueden remediar el daño que significa haber sido acusados de “terroristas”.
Cansados todos, los chilenos salimos en estampida a olvidarnos de estos maltratos, pero con la desazón de que se trata sólo de un “veranito de San Juan”, porque apenas terminen las vacaciones empieza de nuevo la pesadilla de las deudas, varias de ellas contraídas paradojalmente, para costear el descanso estival.