El principal argumento imperial para atacar a Siria es que este es un país dictatorial y autocrático donde no se respetan los derechos humanos y en el que las libertades civiles están restringidas. El libreto no es nuevo. Una de las razones de George W. Bush para invadir Irak y derrocar el régimen de Saddam Hussein, se basaba en la “falta de democracia en ese país gobernado por un solo hombre desde 1979”. Hussein fue acusado de represión, violación de las principales libertades individuales, fanatismo religioso y de albergar o colaborar con grupos terroristas como Al Qaeda. Lejos de querer negar lo anterior, o simplemente pretender justificarlo, se trata de poner énfasis en que Irak, no es el único país que adolece de estas imputaciones. Además, en este caso, Saddam había sido un aliado de Estados Unidos aprovechando esos vínculos para adquirir armamento y recursos en el afán de transformarse en el adalid de la “contención de la expansión persa hacia occidente” la cual le valió –mientras preparaba y desarrollaba su guerra contra Irán- la amistad y el apoyo estadounidense y de sus socios de la OTAN quienes se hicieron de la “vista gorda” ante las masacres de chiitas en el sur y kurdos en el norte. Sin embargo, ni aún así se puede argumentar a favor de la intervención militar y la violación de la soberanía de otro país.
Pero, volviendo al tema en cuestión y sin ir lejos, en la misma región del Medio Oriente existen países con la misma problemática, como Arabia Saudita, Egipto, o Emiratos Árabes Unidos. No es coincidencia. Estos países han sido el terreno fértil sobre el cual ha crecido el terrorismo islámico radical. Los tres son grandes aliados de Estados Unidos. Arabia Saudita, por ejemplo, ha tratado de fortalecer su legitimidad en las últimas dos décadas, fomentando un renacimiento religioso en el mundo árabe que ve con hostilidad el exterior y la modernidad. El régimen saudí ha intentado desviar las interrogantes sobre su administración, su alianza con Estados Unidos y su propia corrupción, al apoyar y propagar un dogma religioso intransigente.
La situación de Egipto es parecida, el cambio de gobierno no ha significado una transformación en el respeto a los derechos humanos y la aplicación de la democracia, el país se ha convertido en algo muy cercano a un Estado policial, reprimiendo a los disidentes políticos, censurando toda la información, y encarcelando a intelectuales por la más leve crítica al régimen. Otros Estados en el Medio Oriente no distan de esta situación: Jordania, Marruecos, Omán y Catar.
Aún en la actualidad, el mundo árabe es caracterizado por la inoperancia de los partidos políticos o la incapacidad de los regímenes para llevar a la práctica la justicia social y los derechos básicos de los ciudadanos. Los gobiernos prefieren supeditar algunos conceptos de la declaración de los Derechos Humanos a los usos y costumbres del mundo árabe musulmán escudándose muy a menudo en la ley islámica, la “sharia”. Los numerosos movimientos pro derechos humanos que se han conformado en esa región, consideran que se trata de una simple coartada que permite llevar a cabo medidas antidemocráticas. Los ejemplos más estudiados al respecto son: Jordania, Líbano, Kuwait, Marruecos, Yemen, Israel, Bahréin, Irak, Libia, Arabia Saudita, Túnez y Palestina.
El Programa de Desarrollo de Naciones Unidas sobre el mundo árabe, destaca también la falta de libertad y democracia en esos territorios. En el informe del 2002, se llegó a la conclusión de que a finales de los años 90, esta región era una de las siete del planeta con menos libertades civiles y políticas. Está muy atrasada en cuanto al papel y las oportunidades de las mujeres en el mercado laboral y en la vida pública. Como señala el informe, la falta de responsabilidad, la corrupción y en general la falta de buen gobierno, ha entorpecido en gran medida el desarrollo económico.
Varios organismos internacionales han confirmado la falta del respeto hacia las garantías fundamentales en el Medio Oriente. En Líbano, Las mujeres corren peligro, además, de sufrir actos de violencia en razón de su sexo, tanto a manos de las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley como en el seno de la comunidad, continúan siendo frecuentes ciertos tipos de violencia contra ellas, incluidos los homicidios basados en motivos de género, o lo que a menudo se describe como “homicidios de honor” o “familiares”. En Libia, cientos de personas vienen sufriendo detenciones arbitrarias, sin mandamiento judicial y sin que se les comuniquen los motivos de su detención. La mayoría permaneció incomunicada los primeros meses de su detención, durante los cuales se los sometió a torturas de forma habitual. Decenas de detenidos políticos están encarcelados sin cargos ni juicio, algunos desde el derrocamiento de Moammar Gadafi.
Los juicios de otros presos políticos quebrantan grave y sistemáticamente las garantías procesales internacionales. Continúan utilizándose además, las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales para silenciar a los oponentes del gobierno. En Túnez, donde se inició la llamada “primavera árabe” la persecución cada vez más frecuente de los defensores de los derechos humanos, ha tenido lugar contra el telón de fondo de una creciente intolerancia de las autoridades frente a todo tipo de disidencia o crítica. Los mismos métodos empleados para acosar, intimidar y silenciar a los opositores políticos se han utilizado contra los defensores. Estas prácticas contrastan radicalmente con el repetido compromiso de las autoridades tunecinas de respetar y promover los preceptos mundiales.
En fin, los argumentos imperiales para justificar el apoyo a las bandas mercenarias que están produciendo el desangramiento de Siria podrían caber con muchos mayores elementos en varios de los principales aliados árabes de Occidente. La carencia de las más elementales libertades democráticas, la inexistencia de parlamentos, sindicatos y partidos políticos, la exclusión y persecución de las mujeres de la vida de la sociedad, la ausencia de medios de comunicación independientes y, finalmente la feroz represión contra todos aquellos que osen cuestionar esas monarquías medievales que viven su riqueza en medio de paupérrimas condiciones de vida de su población configuran una situación que debería ser cuestionada y combatida desde la legalidad internacional y desde aquellos poderes que utilizando criterios políticos, establecen una mirada desigual en torno a la democracia y los derechos humanos.
En América Latina conocemos esas prácticas, ya desde la década de los 60 del siglo pasado se entronizaron gobiernos dictatoriales e incluso algunos de democracia representativa que bajo la mirada aprobatoria de Washington reprimieron, produjeron innumerables violaciones a derechos humanos, desapariciones forzadas y torturas, todo justificado en la guerra fría y el enfrentamiento con la Unión Soviética, justificando bajo la etiquetación de comunista que se coartaran los derechos de todo aquel que se opusiera a sus designios.
Finalmente son parámetros políticos e ideológicos, no humanitarios, los que establecen aprobación para unos países, marginación y sanciones para otros. Es la lógica imperial aplicada a un mundo que comienza a rebelarse y que en medio de la crisis empieza a descubrir que la injusticia tiene su origen en la propia estructura de un sistema que por condición natural es excluyente, represivo y violador de los derechos de las mayorías.