He de reconocer que lo primero que se me vino a la cabeza fue pudor: cómo podría presentar yo tan vasto e importante documento, realizado por especialistas en todo el mundo. Pero inmediatamente, esa sensación fue sobrepasada por la imagen de mi familia, la que ha dedicado buena parte de su vida, a la defensa de los DD.HH. Tenía y tengo una obligación histórica con la denuncia de las violaciones de DD.HH. y con la promoción de los mismos. Así es que acepté.
¿De dónde viene esta obligación? Se preguntarán.
Nací el año 1974. Hija de Maria Estela Ortiz Rojas y de José Manuel Parada Maluenda.
María Estela, hija de María Eugenia Rojas y Fernando Ortiz; nieta de Manuel Rojas, escritor que llegó a Chile a temprana edad, que fue estibador durante su adolescencia en el puerto de Valparaíso, que vivió en la ilegalidad durante años, ya que no conseguía su residencia en Chile, pues no había portado su certificado de nacimiento, cuando cruzó la Cordillera de los Andes, a la edad de 14 años. Anarquista y solidario, amigo de los emigrantes españoles que llegaron a Chile en el Winnipeg, escapando de la dictadura franquista, Manuel Rojas llegó a ser Premio Nacional de Literatura.
María Eugenia y Fernando trabajaron durante años en la Universidad de Chile. Fernando Ortiz fue un destacado historiador, escribió e investigó la historia del movimiento sindical en Chile, miembro del Partido Comunista desde temprana edad, estuvo en la clandestinidad durante dos periodos de su vida, durante el gobierno de González Videla, y durante la dictadura militar de Pinochet. De esta última, no saldría con vida.
José Manuel, hijo de Roberto Parada y María Maluenda, ambos actores, fundadores del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, vivieron en Londres durante la 2ª Guerra Mundial, trabajando para la BBC durante los bombardeos y el racionamiento. Luego volvieron a Chile, donde María se hizo miembro del Partido Comunista y diputada.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque el 11 de septiembre de 1973 la vida de toda mi familia cambió, como la de tantos chilenos, para siempre.
Mi tía Soledad Parada, tuvo que partir al exilio con mis tres primos y su marido. Sólo pudieron regresar el año 1984, cuando los conocí, después de “hablar” con ellos durante años, a través de casetes que grabábamos y que viajaban clandestinamente de país en país.
Mi tía abuela, María Paz Rojas, también partió al exilio, con toda su familia.
La casa en la que vivían mis padres, fue allanada innumerables veces. Mi madre en ese entonces ya estaba embarazada de mí y sufrió varios comienzos de perdida. Me sujetó en su guata a punta de inyecciones.
Mi abuelo Fernando Ortiz, miembro del Comité Central del Partido Comunista, tuvo que pasar a la clandestinidad. No tengo recuerdos de él. Sé que mi madre me sentaba en un balcón en el departamento donde llegó a vivir con mi abuela, para que mi abuelo pudiera pasar por la vereda de al frente, y así, a la distancia, poder ver a su primera nieta.
Mi padre, José Manuel, se integró rápidamente a trabajar, junto a mi tío Pablo Ortiz, como choferes, al recién conformado Comité Pro Paz, que daría origen a la Vicaría de la Solidaridad. Esta institución dependiente de la iglesia católica, como tantas otras ONG’s, permitió que los perseguidos por los aparatos de represión de la dictadura, así como sus familiares, tuvieran alguna asesoría y defensa legal, pero por sobre todo, que quedara registro de las innumerables y terribles violaciones a los DD.HH. que se multiplicaban a lo largo y ancho del país.
En diciembre del año 1976, mi abuelo Fernando fue detenido por la DINA en las calles de Santiago. Estuvo desaparecido hasta el año 2001, año en que aparecieron algunos de sus huesos, exactamente unos trozos de su cráneo, en un túnel de la Cuesta Barriga. Antes de eso, estuvo detenido en el Centro de Exterminio Simón Bolivar, donde fue torturado, golpeado y dejado agonizar durante días, con todos sus huesos rotos. Importante es saber que este Centro de Exterminio, no sólo fue financiado por todos los chilenos, a través de nuestros impuestos, sino que también por civiles, tales como Ricardo Claro, quien más de una vez se presentó en el lugar y pagó en efectivo a los agentes que ahí trabajaban. Por este Centro de Detención y Exterminio, pasaron varios dirigentes del Partido Comunista. Ninguno de ellos, salió de allí con vida.
Mientras mi padre trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad, mi madre y mi tía, María Luisa Ortiz, se abocaron a buscar a mi abuelo. Presentaron recursos de amparo, que por supuesto no fueron acogidos. Y recorrieron todos los centros de detención que en esos momentos eran conocidos. Hicieron huelgas de hambre. Se unieron a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Nada de eso sirvió para salvar la vida de mi abuelo. Recién el año pasado, después de 10 años de reconocimiento de sus restos, pudimos darle sepultura.
Mi abuela María Eugenia trabajó durante algunos años en otra ONG de defensa de los DD.HH., el FASIC, formada por las iglesias protestantes. Después de algunos años, fundó el PIDEE, Fundación de Protección a la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia. Esta organización se dedicó a proteger y a asistir a niños, hijos de presos políticos, de exiliados, de retornados y de relegados.
Mi tía abuela, María Paz Rojas, al regresar del exilio, se dedicó a trabajar en el CODEPU, Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo, en cuyo directorio estaba mi abuela, María Maluenda.
Como ven, mi infancia transcurrió entre estas ONG’s que intentaban salvar vidas y registrar y denunciar el horror que en Chile acaecía.
Pero no crean que tuve una infancia infeliz. Todas estas personas de las que les hablo, fueron y son personas con un amor profundo por la vida, la libertad, la alegría y la solidaridad. Nunca me transmitieron odio, sí, el sentido profundo de la justicia y la injusticia, del respeto por el otro, de la defensa de los DD.HH. como un valor inclaudicable del ser humano.
Hasta que llegó el año 1985, año de dos terremotos, uno telúrico y el otro, que partiría mi vida. El 29 de marzo de ese año, de las puertas de mi colegio, fueron secuestrados mi padre y Manuel Guerrero, en medio de un operativo policial, a cargo de la DICOMCAR, de Carabineros de Chile. El tránsito de la calle Los Leones fue cortado para permitir el secuestro y un helicóptero de Carabineros, sobrevoló el área mientras ocurría la detención. El profesor Leopoldo Muñoz fue baleado durante la operación. Acompañé a mi madre a poner otro recurso de amparo, esta vez por la vida de su compañero. Otra vez fue inútil. El cuerpo de mi padre, junto al de Manuel y el de Santiago Nattino, secuestrado el 28 de marzo, apareció sin vida en las inmediaciones del aeropuerto Pudahuel. Aun recuerdo la palabra degollados en todos los periódicos. Tuve que preguntar qué significaba, pues nunca antes la había oído.
Así que así terminó mi infancia, abruptamente. Me sumé a las manifestaciones para pedir justicia por mi padre y por todas las víctimas del terrorismo de Estado. Salí a la calle a marchar, me encandené a los Tribunales de Justicia, fui detenida junto a mi abuela María, formé parte del movimiento estudiantil secundario, que volvía a articularse, después de años.
Fui testigo y sufrí el miedo. Recuerdo como si fuera hoy la noticia de cuando quemaron vivos a Rodrigo Rojas y a Carmen Gloria Quintana. De cuando balearon a María Paz Santibáñez. Recuerdo como vencimos y aprendimos a vivir con el miedo. Y recuerdo como todas las movilizaciones sociales, fueron recuperando terreno para la ciudadanía y la libertad y como, de repente, se abrió la posibilidad de un plebiscito, del que todos dudábamos y del que nos costó convencernos. Y de la alegría inconmensurable, compartida, épica, de cuando ganamos el plebiscito y Pinochet tuvo que anunciar elecciones libres.
Sin duda, vencimos a la tiranía, pero son enormes los desafíos que aún tiene este país para el respeto pleno a los DD.HH.
Múltiples son las causas abiertas aún por violaciones a los DD.HH. Muchas las familias que aún buscan a sus familiares desaparecidos.
El país sigue regido por una Constitución generada en Estado de Emergencia, aprobada en un referéndum fraudulento, sin las medidas mínimas de transparencia y control electoral. Una constitución que no permite la expresión de las mayorías, que coarta la participación y asegura el derecho a veto de las minorías.
Un país que no reconoce su diversidad cultural, ni los derechos de los distintos pueblos originarios que lo conforman. Y no hablo sólo de restitución de territorios, si no que hablo de derecho a su identidad, a la autodeterminación respecto a variados ámbitos de su vida, de representación política en un estado plurinacional.
Un país donde los derechos sociales no están asegurados y por lo tanto, no todos los ciudadanos y ciudadanas nacemos en igualdad de condiciones.
Un país donde la concentración de la propiedad de los medios de comunicación no permite ni asegura la libertad de comunicación y expresión, como un derecho fundamental.
Un país con ciudadanos y ciudadanas de distintas categorías. Donde la inequidad se acrecienta día a día, rompiendo cotidianamente la posibilidad de la tan mentada cohesión social.
El día que recibí la invitación a participar de este panel, fue un día especialmente difícil. 24 horas antes se había cerrado la puerta a la realización de primarias parlamentarias amplias de la oposición, mecanismo que permitía, por primera vez desde el año 89, ampliar considerablemente la participación política a miles de ciudadanos, que después de años de letargo social y político, hemos decido volver a actuar, con el mismo convencimiento con el que fuimos capaces de terminar con la dictadura de Pinochet.
Las cúpulas de los partidos políticos que se habían unido hace más de 20 años para terminar con un régimen opresor, bloqueaban la participación de nuevos sectores ciudadanos en el acontecer político, en la toma de decisiones, en el sueño y el diseño del Chile que queremos.
La tarde que leía esta invitación, tenía que tomar la determinación de si seguir participando como Vocera de Cultura de un Comando Presidencial o realizar un acto de protesta frente a este bloqueo democrático, y por lo tanto, renunciar.
Como muchos sabrán, mi decisión fue renunciar y comprometerme activamente en la iniciativa Marca tu Voto por Asamblea Constituyente, por una Nueva Constitución, como asimismo, volver a vincularme al movimiento Revolución Democrática, nacido del movimiento estudiantil del año 2011.
Se volverán a preguntar por qué tomé esta decisión. La respuesta es simple y está íntimamente ligada a todo lo que les acabo de contar.
El Chile de hoy, el Chile de este año 2013, a 40 años del Golpe Militar, es hoy un nuevo Chile que nos invita y exige participar (aunque las cúpulas políticas se demoren en entenderlo). No es el mismo Chile del 1993, donde aún vivíamos asolados por el miedo (recuerden los Pinocheques, los ejercicios de enlace y tantos otros actos evidentemente autoritarios que aún se manifestaban); ni tampoco es el Chile del 2003, en el que el Presidente Lagos estableció la Comisión Valech; ya no nos bastaba con saber el número de desaparecidos (Informe Rettig), la sociedad chilena demandaba, al menos, información respecto del enorme número de compatriotas que no fueron desaparecidos pero que, sin embargo, sufrieron la violencia política de la Dictadura. Ese año, a 30 años del Golpe, en los medios de comunicación aparecieron imágenes guardadas por años y, lentamente quizá, comenzaban a llegar a la mayoría de edad quienes hoy han constituido como protagonistas del acontecer político y social: los movimientos sociales.
Es por eso que hoy, más que nunca, debemos comprometernos como país con el primer y fundamental Derecho Humano, que está establecido en los pactos internacionales de derechos civiles y políticos y de derechos económicos, sociales y culturales (ambos de 1966) y que tiene que ver con la capacidad que tienen los pueblos para decidir cómo quieren vivir:
“Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.”
Es por esto que hoy la demanda de generar una nueva constitución, emanada de la participación y la voluntad soberana del pueblo a través de una Asamblea Constituyente, es hoy la defensa de la dignidad humana, de nuestra dignidad política y moral.
Éste y muchos más son los desafíos en nuestro país y en el mundo respecto a la defensa de los Derechos Humanos, pues como decía Martin Luther King y el Informe 2013 Amnistía Internacional nos recuerda: “Donde quiera que se cometa, una injusticia supone una amenaza para la justicia en todo el mundo. Estamos atrapados en una red ineludible de reciprocidad, ligados en el tejido único del destino. Cuando algo afecta a una persona de forma directa, afecta indirectamente a todas”.
Gracias a Amnistía Internacional, a su sección en Chile y a todos los trabajadores por los DD.HH. por no cejar en la defensa de los valores fundamentales de la convivencia humana, en la denuncia meticulosa de cada violación de estos derechos, en todos y cada uno de los rincones de nuestra humanidad.
*Discurso pronunciado en la presentación del Informe Anual de Amnistía Internacional, así como del lanzamiento de la campaña de Amnistía Internacional Chile, por los 40 años del Golpe Militar.