Así como a menudo he recurrido a la hermana República para señalar tal o cual situación que merece toda nuestra atención por el gran valor que tienen ciertos proyectos argentinos (por ejemplo, en el ámbito clave de la educación pública, gratuita y de calidad), hoy vengo a comentar una situación que estimo preocupante. Y más que preocupante, indignante. Tanto más indignante que dicha situación no es producto de uno solo. No existe una, ni dos, ni tres personas que serían responsables del asunto y que uno podría ir a ver para decirles: “¿sabe? con todo respeto, vengo a plantear un problema que, a mi juicio y al juicio de varios, merece ser planteado, merece ser reconocido como problema, merece un tratamiento”. No. No existe tal interlocutor porque la situación en la que se encuentran los artistas populares en Argentina –y me voy a referir a los que mejor conozco, es decir a los músicos– no es el resultado de tal o cual medida que se haya tomado sino, al revés, de todas las medidas que no se han tomado en muchos años. Paso a explicarme y aclaro que esta situación es sin duda sintomática de algo que va más allá de las fronteras argentinas. Es un problema de época y es, fundamentalmente, un problema ideológico.
¿Quién no tiene un cantor en su vida? ¿Una cantora? Que el lector que viene conmigo, que acompaña estas líneas, examine su vida y diga si no tiene, él también, alguien que le cante. Una canción, una melodía, un decir, un instrumento, una frase musical que lo haya acompañado por todos los lugares por los que transitó. Alain Resnais hizo hace unos años una película sobre este tema (“On connaît la chanson”). Quizás no sea su mejor película pero la idea era como debe ser Resnais: buena, profunda, medular. Sin duda, como lo sugería Resnais, nuestras vidas tienen su propia banda sonora y esa banda sonora no se limita a los ruidos que generan los autos o las terribles empresas constructoras en su eterna obra de destrucción. Esas canciones, esas melodías, esos ritmos pueden incluso seguirnos en los lugares más improbables. Como puede ser una cárcel. Por ejemplo, el penal de Rawson.
Este ejemplo lo mencionan en un documental dedicado a los hechos de Trelew. Es decir a la fuga desde el penal de Rawson por parte de un grupo de presos políticos que terminó con el fusilamiento de 19 personas y la muerte de 16, el 22 de agosto de 1972. En ese documental llamado “Trelew. La fuga que fue matanza”, realizado por Mariana Arruti, se cuenta en un momento que, previo a la fuga, una noche, uno de los presos bailó una chacarera. Ese preso era Santucho. Entiéndase: cuando Mario Santucho, estando preso, se sintió libre, no hizo un discurso político: bailó una chacarera. Bailó una de las danzas más arraigadas en la cultura popular argentina. Representativa de una parte de la Argentina ya que de muchas partes, de muchas danzas, de muchas músicas, de muchos cantares está hecho este querido país.
No sé si en todos los lugares la música ocupa el mismo lugar. Intuyo que no. Intuyo que cada pueblo se relaciona de manera diferente con las artes. Pero sean cuáles sean, esas artes siempre son reveladoras. Reveladores y constitutivas de una forma de ser. Yo me atrevo a decir que Argentina es, en gran parte, su música, sus músicas, su relación con lo musical. En Francia, por ejemplo, no es así. En Francia, donde también hay grandes, ilustres, importantísimos músicos, lo medular está dado por las letras en un sentido amplio: por Molière, por Voltaire, por Rousseau. Por el arte escrito, llámese literatura, llámese filosofía (otro día discutimos sobre la pertinencia o no de esta asociación).
Un gran amigo –músico– me decía el otro día que los próceres de este país había que buscarlos en las artes. Cuanta razón. ¿O no fue un prócer Atahualpa? Por nombrar uno. Uno que signifique algo para todos. Bien. Como don Atahualpa ha muerto, quizás no sea pecado tomar su nombre para ir al meollo del asunto y considerar la situación actual en la que se encuentran los músicos que él mismo apadrinó. Sus hijos, los hijos de Atahualpa.
Si Atahualpa viviera hoy no tendría un lugar donde tocar. No existe en Argentina un gran teatro dedicado a la música popular por fuera de las lógicas comerciales. (El elemento central es el último: “por fuera de las lógicas comerciales”). Hay que vender. ¿Qué ocurre con el artista que no quiere vender? Pues el artista que ha hecho su carrera por fuera de la lógica de compra y venta, combatiendo la lógica de compra y venta y que, por lo mismo, ha tenido que sufrir las diversas situaciones que ese tipo de lucha implica: no tiene un lugar donde tocar hoy en Argentina.
Insisto: no hay un gran teatro dedicado a la música popular por fuera de las lógicas comerciales. Hay otras cosas. Hay salas privadas cuyas condiciones de contratación son las que podrían regir cualquier empresa que vendiera, por ejemplo, computadoras. Hay, también, todo el espectro posible de cafés-concerts. Esta modalidad es amable y si coexistiera con otras no habría nada que decir. Pero que el café-concert sea el único lugar donde pueda hacerse música no es posible: porque no es posible que durante un concierto haya que ligar (tanto los artistas como sus admiradores) con los platos, los vasos, los tenedores y los cuchillos.
Entonces, una de las cuestiones sería: ¿para cuándo el gran teatro de la música popular? ¿Dónde lo ponemos? ¿En Buenos Aires? ¿En Mendoza? ¿En Córdoba? Pero hay más. Si Atahualpa viviera se vería hoy acosado, literalmente rehén de diversas administraciones encargadas de velar por el buen desarrollo de los “procedimientos” y “cumplimientos de reglamentos internos” y otras nomenclaturas complicadas.
Previo a un concierto, el acoso a los artistas llega a su punto culminante. Hay que llenar. Y hay que rellenar. Los formularios. Los famosos formularios, en especial si la contratación cuenta con apoyo estatal. A lo que sigue el curriculum, que don Ata habría tenido que presentar firmando todas las páginas, sin olvidar el certificado de antecedentes penales, porque –exigencia de la vida democrática– hasta don Ata puede haber matado a alguno. Y yo creo que sin don Ata hubiera vivido esta penosa situación quizás hubiera tenido ganas de matar a alguno. Porque cuando estos músicos han terminado de llenar papelitos, cuando han probado ante quien corresponda que no han matado a nadie (en los últimos seis meses, después se renueva), viene la fase bancaria. Porque cualquier contratación exige también una serie de trámites bancarios. Y es así como el artista que llega finalmente al escenario debe ser considerado como un campeón, como el sobreviviente de una larga lucha en la que nadie, en ningún momento, le hizo la menor pregunta aferente a su arte.
¿Dónde está Carlos Di Fulvio? Pregunto por Carlos Di Fulvio. ¿Por qué nos privan de Carlos Di Fulvio? Quisiera escuchar “Campo Afuera” en la mejor sala de Buenos Aires, de Mendoza, de Córdoba, no importa el lugar. Una sala que todavía no ha sido concebida. Una sala que sería planeada no como “regalo”, no como “distinción” (las distinciones que se otorgan a los músicos son proporcionales a la ausencia de lugares para tocar: mientras más distinciones, menos lugares), una sala pensada como “deber”. Como eso que le debemos nosotros, los ciudadanos, a los artistas que nos han ayudado a vivir. Es un error, es imperdonable, no hacer lo posible y lo imposible para que el arte de un Carlos Di Fulvio, para que el arte de un Jaime Torres, para que el arte de un Dino Saluzzi, para que el arte del Cuarteto Cedrón, llegue a su público en el lugar más adaptado para hacerlo. No nombro a todos y me disculpo por eso, no es con ánimo de excluir. No nombro a Horacio Salgán. Me dirán pero el maestro Salgán “se retiró”. Y yo pregunto ¿qué tan voluntaria fue la decisión de retirarse del maestro Salgán? ¿Qué significa que tengamos a una parte de los más emblemáticos artistas populares de este siglo encerrados en sus casas? ¿No deberíamos poder recibirlos en un gran teatro? ¿En las mejores condiciones? ¿No se lo merecen? ¿No nos lo merecemos? ¿No se lo merecen nuestros hijos?
No se trata de promover en esta nota un tratamiento preferencial para los músicos. (Aunque es de no notar que yo, por tomar una ciudadana común, no tengo –como profesional residente en Argentina– ni un cuarto de las dificultades que tienen ellos). Se trata en cambio de promover una reflexión sobre cómo no auto-boicotearse. Sobre cómo no desalentar a los artistas que son plenamente parte de este país, de su historia, de sus dolores, de sus alegrías, de su sabiduría. Sobre cómo seguir construyendo con ellos, junto a ellos, gracias a ellos. Aprendiendo de ellos cómo no sucumbir ante la imbecilidad y el dinero.
Sin duda podemos dejarlos morir. Podemos abandonarlos a su suerte y que sea lo que Dios quiera, o lo que el Banco quiera o lo que la Administración X quiera. Pero no seremos los mismos. No, no seremos los mismos, el día en que desanimados por las muchas trabas que hoy aquejan el mundo del arte, nuestros artistas se mueran de pena. Y no seremos precisamente mejores. Más vale saberlo.