Es recurrente escuchar aquello de “Todo tiempo pasado fue mejor”. Recurrente….y conservador, pero ajeno a la verdad. En esta época de convulsiones es conveniente recordar aquella frase latina “Veritas filia temporis” (La verdad es hija del tiempo). El tiempo cambia y las verdades cambian. Es el signo del avance del conocimiento, de la evolución humana. Ya la Tierra no es plana, ni el átomo indivisible. Uno a uno, los derechos humanos van apareciendo e imponiéndose como base indispensable para la convivencia. La esclavitud y el trabajo infantil son inconcebibles. La mujer avanza a ocupar un lugar similar al del hombre, en una sociedad creada en otro tiempo en que el poder sólo podía estar en manos de éste. La libertad es enarbolada como gran bandera de lucha, pese a la constante amenaza que sobre ella lanza el poder.
Y cada vez que la percepción humana capta el cambio, se producen inflexiones civilizatorias. Grandes revoluciones que dan origen a una nueva mirada, a verdades en que se afincan los nuevos paradigmas que trae el conocimiento. En una de esas etapas estamos. Las protestas se extienden por el planeta y una ágora distinta recibe el clamor popular, es la Internet. A diferencia de la antigua, esta es global, no sólo griega.
Desde Brasil a Egipto, de América Latina al Asia, los ciudadanos están descontentos. Se sienten utilizados. La democracia representativa está en entredicho, porque sus canales de participación, los partidos políticos, no cumplen su función. En otras cosas, porque sus dirigentes no saben -o no les conviene- descifrar el idioma de la indignación. No se dan cuenta que cuando la gente sale a las calles es porque está decidida a lograr un cambio trascendental. Lo que está ocurriendo el Brasil es un buen referente. La presidenta Rousseff ha tenido que avanzar y retroceder. Ante la magnitud de las protestas, ofreció cambios estructurales. Fue hasta la posibilidad de una Asamblea Constituyente. Pero su promesa duró apenas un día. Quienes manejan el poder con ella -especialmente el poder económico- le pusieron un límite. Y dentro de él no estaba la Constituyente. ¿Por qué el temor a llamar al pueblo a pronunciarse acerca de la norma fundamental que orientará su vida? Independiente de la respuesta, el retroceso le ha costado a la mandataria perder 27 puntos porcentuales de apoyo desde el inicio de las protestas (de 57% de aprobación, cayó a 30%). En Chile, la clase política también es contraria a una Asamblea Constituyente.
Hoy, sin embargo, su preocupación es otra. Se muestra muy satisfecha por el resultado de las elecciones primarias que se llevaron a cabo ayer. Tres millones de electores ejercieron su derecho a elegir a quienes quieren tener como candidatos presidenciales de los dos grandes conglomerados políticos para la elección presidencial de noviembre próximo. Tal como se esperaba, la ex presidenta Michelle Bachelet se impuso holgadamente -logró el 73% de los votos- en la coalición opositora Nueva Mayoría. Pero hay otros diez millones de electores que abren un gran signo de interrogación que sólo se podrá develar en noviembre. Por el momento, todo pareciera indicar que los ciudadanos respaldaron a la oposición y dieron la espalda al gobierno. Más de dos millones lo hicieron por la Nueva Mayoría, mientras sólo 800 mil sufragaron para elegir al candidato de la derecha, que resultó ser Pablo Longueira.
La satisfacción por las Primarias sólo se explica porque los “especialistas” más optimistas vaticinaban un millón de electores. Sin embargo, nada está dicho hasta ahora. Ni siquiera el interés por sufragar. Y el rechazo al ejercicio político sigue manteniéndose. Ayer, los grandes perdedores fueron los partidos. El éxito de Michelle Bachelet sólo lo explica su carisma y empatía con la gente. Pero los otros dos dirigentes partidarios -Claudio Orrego, democratacristiano, y José A. Gómez, radical- resultaron derrotados frente al independiente de derecha Andrés Velasco. Este último hizo su campaña, precisamente, condenando las prácticas políticas añejas. Lo ocurrido es un claro rechazo a la patidocracia.
Y cada día aparecen nuevas realidades que dejan de manifiesto el alejamiento entre los políticos y los ciudadanos. Especialmente, la incapacidad de los primeros para descifrar la indignación popular. Una burda manifestación de ello la dio la flamante ministra de Educación, Carolina Schmidt Zaldívar. Ausente en los días de mayores movilizaciones estudiantiles del año, finalmente se conoció la razón de su desaparición. “Desgraciadamente nadie podía reemplazarme en un compromiso hecho a mi familia mucho antes de asumir como ministra de Educación, porque este 26 de junio cumplí 20 años de matrimonio. Hay momentos en la vida de una familia donde uno no puede faltar porque nadie la puede reemplazar”, dijo la secretaria de Estado.
En los tiempos de inflexión civilizatoria, las debilidades para enfrentar nuevas demandas quedan al desnudo. Tal vez la señora Schmidt debió pensar mejor si aceptaba o no una responsabilidad política como el zarandeado Ministerio de Educación. Si no lo hizo, posiblemente fue porque las exigencias de su visión de la desvalorizada política no se lo permitieron. Pero nunca es tarde. A las explicaciones de su ausencia debiera seguir su renuncia. Pero los tiempos de inflexión parecen ser permisivos, hasta que la indignación de la gente se hace patente y termina aventando todo. Es lo que siempre se ha llamado revolución.