“Fue el tiempo más luminoso y esperanzador de mi vida”

  • 23-07-2013

He escogido esa frase de don Fernando Castillo Velasco como título para esta columna, porque con tales palabras definió lo que significó para él aquella gesta llamada Reforma Universitaria, la que debió encabezar desde la rectoría de la Universidad Católica de Chile.

Ingresé a estudiar Periodismo a la UC en abril de 1968, apenas 7 meses después de la histórica toma de la Casa Central y el inolvidable lienzo donde asombrados santiaguinos pudieron leer “CHILENO: EL MERCURIO MIENTE” . Eran los estudiantes que, luego de plantear por meses su convicción de que la Universidad debía ser cambiada por “clasista, encerrada en una torre de marfil, sectaria y monárquica”, y al no ser escuchados, la madrugada del 11 de agosto de 1967 procedieron a tomarse la Casa Central, cerrando sus puertas y colgando en su frontis aquel liezo. Era su respuesta a las tergiversaciones del diario de los Edwards y para mi, estudiante a punto de egresar de enseñanza secundaria, esa frase definió mi vocación hacia el periodismo.
Me hice el propósito de estudiar la carrera para, justamente, hacer todo lo contrario que El Mercurio; ponerme al servicio de la verdad. Como quedara seleccionado en las tres o cuatro universidades que impartían periodismo, me decidí, además, por la Católica. Y así pude sumarme a esa gran corriente de cambio que se había puesto en movimiento. Concretamente, el recién instalado rector Castillo tuvo la visión, ya desde los primeros meses de la Reforma, de reordenar democráticamente los aranceles que debían cancelar nuestros padres. Con la sola corrección ese mecanismo de pago, muchísimos jóvenes de clase media como yo pudimos ingresar en aquel bastión reservado exclusivamente para la formación de los hijos de las capas más privilegiadas de la sociedad. Así, de pronto, la Católica se democratizaba, para la absoluta perplejidad de las elites, que simplemente no lo podías creer. Algo que resultaba una afrenta para la soberbia de los sectores dominantes y ultramontanos. Pero que fue también una realidad gracias a la decisión de los estudiantes, académicos progresistas, trabajadores de la universidad y ese rector de estatura superior que resultó ser Fernando Castillo Velasco.

Por eso, resulta imposible olvidar lo sorprendente que fue para mí y otros como yo constatar, ya desde el primer día de clases en la vieja Escuela de Periodismo de la calle San Isidro 562, las prácticamente insalvables diferencias económicas y sociales -no necesariamente culturales- que eran evidentes entre nosotros, provenientes de otro medio social, y muchas compañeras de empingorotados y vinosos apellidos que provenían de colegios religiosos privados que jamás habíamos oído mencionar, tales como “Villa María” o “Dune Laster”. Eran chicas bonitas y gentiles que confesaban puerilmente, que ellas jamás habían conocido “desde el centro de Santiago pa’llá, excepto cuando se iban al fundo en el auto del papá los fines de semana…”
Hoy, esta anécdota puede parecer risible, pero entonces no lo era. O, como cuando -ya establecidos ciertos grados de confianza y hasta de afecto- algunas de ellas nos invitaban a sus casas alguna tarde para estudiar en grupo por alguna prueba “cototuda”… y arribábamos a unas mansiones en Providencia o en Las Condes que simplemente nos parecían sacadas del cine, sensación que se hacía más patente donde éramos recibidos no por sencillas empleadas domésticas (lo que hubiéramos entendido), sino por “sirvientas”, ataviadas de uniformes negros con delantales, cofias y puños impecablemente blancos que, servían el té y masitas a las cinco en punto de la tarde, trayendo las tazas de porcelana europea sobre mesitas con ruedas. Sin embargo, pese a tan pedante ampulosidad, las patronas no lograban ocultar el origen popular de sus “nanas”…

En fin, con el tiempo, esas diferencias parecieron ser cada vez menos importantes y se labraron amistades que, incluso, duran hasta hoy. Sin embargo, nuevamente se agudizarían las contradicciones de clase debido al alza gradual de las luchas populares y la controversia política propia de los años que siguieron. Con ello, el rumbo de colisión que parecía habíamos logrado desviar, se hizo inevitable con muchas de esas compañeras y compañeros de carrera. Además, porque cada uno de nosotros, “reformistas de la Católica”, optó por su propio frente…
Y en esa opción, algunos perdieron sus preciosas vidas. Otros sufrimos exoneraciones, prisión, tortura, exilio. Otros tantos, larga persecución policíaca y política. Sin embargo, la gran mayoría de nosotros -y a mucha honra- no seguimos la huella de El Mercurio y permanecimos fieles a la verdad. Tal como ese tiempo permaneció cual mancha de luz en la memoria de toda una generación. Un épico período que vivimos tan intensamente en esa UC de la Reforma Universitaria que encabezó don Fernando Castillo Velasco, el prohombre a quien concurrí a despedir tristemente hace unos días en el Cementerio General. Mientras él descendía a la matriz terrenal, recordé la sentencia completa de don Fernando, cuya primera frase titula este comentario:

“Me sentía con la fuerza de la juventud pensante, inteligente, tratando de rehacer a Chile desde la universidad. Fue demasiado hermoso sentir esa fuerza y capacidad que mostraron los estudiantes. Transformamos a la UC en una universidad más pensante, más preocupada de la cultura chilena, de la visión de futuro de un pueblo y no sólo en una escuela técnica para enseñar abogacía o arquitectura.”

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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