Colombia. La paz no debería tener plazos

  • 28-08-2013

La guerra como fenómeno político tiene múltiples definiciones. Tal vez la más conocida es aquella de Clausewitz que dice que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Lenin agregó que esos medios son siempre violentos. Tal aseveración asegura que la política no se agota con la guerra, sino que la prolonga. Estudiar la guerra en sus multitudinarias expresiones obliga a ampliar su ámbito desde el estrictamente bélico. Me permito decir que desde el punto de vista del comportamiento humano, la guerra desata lo peor y lo mejor del individuo. Por un lado brotan los más bajos instintos por la necesidad de supervivencia, lo que en ocasiones lleva a que “todo valga”. Sólo un alto grado de conciencia política y patriotismo de aquellos que están involucrados en la misma por ideales difíciles de entender para el común de los mortales, logra limitar los instintos para actuar en términos humanitarios. Ya el Libertador Simón Bolívar en el Tratado de Regularización de la Guerra firmado junto al mando español en noviembre de 1820, había establecido que la primera y más inviolable regla entre ambos gobiernos sería que la guerra debía hacerse como “la hacen los pueblos civilizados”.

Por otra parte, las dificultades, las ausencias, las carencias y la monótona convivencia con la muerte hacen de la guerra el más alto estandarte de solidaridad, fraternidad y afecto entre camaradas que en unos casos dan la vida por un ideal, y en otros por mezquinos intereses, sea al servicio del pueblo o de sus opresores, los combatientes son siempre hijos de las familias más humildes de la población. En ese marco, las guerras civiles son conflictos fratricidas, a pesar de lo cual, las heridas causadas son posibles de sanar sobre la base de una gran voluntad, altura de miras y de una visión de futuro que no son habitualmente comunes al género humano. Por ello, la vida y la obra de Nelson Mandela son paradigmáticas en ese ámbito cuando volvió del despojo de 27 años de su vida para fundar una nueva nación sin odios ni revanchas.

La guerra en Colombia dura casi 50 años, es el conflicto armado más antiguo del planeta. Una conflagración de ese tipo y de tan larga duración comienza a construir relaciones sociales, comportamientos sicológicos y establece motivaciones sociológicas que son muy difíciles de revertir. Si bien es cierto que el contexto internacional se ha transformado radicalmente desde el momento en que éste se inició, las condiciones de marginación, exclusión y pobreza de amplios sectores en el país no han variado mucho como lo atestigua el paro nacional agrario que hoy se desarrolla en casi toda su geografía. Sin embargo, también es dable decir que los objetivos que los insurgentes se trazaron no han podido ser conseguidos aunque la oligarquía y sus fuerzas armadas tampoco han logrado derrotarlos. En ese ámbito pareciera que lo más recomendable es que, -parafraseando a Clausewitz- se le diera nuevamente una oportunidad a la política fuera de los espacios bélicos. En ese sentido, hace muchos años, el abogado penalista colombiano Hernando Barreto Ardila apunto que “la única solución es la paz”, concibiéndose ésta como un planteamiento de “ética dialógica o dialogante” que entiende a la paz como “el presupuesto para la realización de los demás derechos fundamentales”. Así mismo, el sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia Ricardo Vargas Meza apuntó que “mientras la guerra no sea reconocida como la expresión de la crisis estructural de la sociedad colombiana y la casi inexistencia de la legitimidad del Estado colombiano, será imposible tomar en serio cualquier paso hacia la reestructuración institucional en el ámbito regional y nacional que pueda de alguna forma servir de marco para la resolución del conflicto armado”

El diplomático español Manuel Montobbio ha dicho que una situación como esta, exige el planteamiento de “nuevas dinámicas, retos y tendencias que constituyen el contexto en el que debe plantearse la evolución y construcción del orden internacional en América Latina”. Para ello propone “consolidar progresivamente un concepto de paz positiva ligada a la viabilidad política y socioeconómica, frente al concepto de paz negativa identificado con la mera ausencia de enfrentamiento armado”. Eso nos lleva a entender que si la guerra posee múltiples conceptos, la paz también los tiene.

Eso es lo que parece deducirse del desarrollo del proceso de negociación por la paz en Colombia que se desarrolla en la Habana entre el gobierno del país y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Resulta inconcebible que un asunto de tanta importancia que ha generado todos los consensos nacionales e internacionales tenga tantos contratiempos. Eso solo se entiende por la existencia de fuerzas opuestas a la negociación, las que precisamente, tienen un concepto ultra reaccionario de la guerra y la paz. Suponer que el conflicto armado va a tener un vencedor en el terreno bélico es prolongar el sufrimiento de un pueblo que ya está cansado de seguir sosteniendo lo que en el fondo se ha transformado en un gran negocio de las élites y de las cúpulas de las fuerzas armadas.

Como dije el apoyo al proceso es casi unánime. Los alcaldes reunidos en Barranquilla han dicho que “Apoyamos de manera decisiva el proceso de paz que adelanta el Gobierno nacional con las Farc” y agregaron “Estamos seguros de que los tiempos de guerra deben quedar atrás. Colombia debe avanzar. No podemos seguir viendo, generación tras generación, cómo se destruye nuestro país. Hay que darle esta oportunidad a la paz”, aseguraron en un pronunciamiento que leyó el alcalde de Manizales, Jorge Eduardo Rojas Giraldo.

Por su parte, la iglesia católica a través de un documento dado a conocer por el Arzobispo de Bogotá y Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor. Rubén Salazar, expresó que “A pesar de las dificultades que puedan presentarse en la mesa de negociaciones o fuera de ella, tenemos que apoyar las complejas gestiones de este proceso. No podemos permanecer atrincherados en la lógica de la guerra por temor al fracaso. Podemos y debemos derrotar, unidos, la desesperanza y el escepticismo”.

Así mismo, en la Cumbre de Gobernadores denominada “Preparémonos para la paz” que se realizó en Medellín, los 30 gobernadores del país, le manifestaron al presidente Juan Manuel Santos su apoyo a los diálogos de paz y su disponibilidad para cooperar en el posconflicto. Luis Alberto Monsalve, gobernador del Cesar y presidente de la Federación de Departamentos, expresó que están listos para cooperar, ante un eventual acuerdo de paz en Cuba: “El fin del conflicto no es sólo silenciar las armas, es igualmente importante afrontar el posconflicto para lo cual los gobernadores estamos listos como soldados para cooperar”.

Los miembros de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia expresaron, a través de una resolución, su apoyo al proceso de paz, afirmaron que “unánimemente respaldamos las conversaciones para la terminación del conflicto”.

Sobre el mismo tema, se han manifestado gobiernos latinoamericanos y de otras regiones del mundo expresando su total apoyo al proceso que se adelanta en Colombia. Desde líderes de derecha como Bill Clinton, Tony Blair, Felipe González y Ricardo Lagos hasta de izquierda como Lula da Silva, presidentes en ejercicio como Cristina Fernández y José Mujica. Así mismo organismos multilaterales como Unasur, Mercosur, Alba, OEA y la ONU han dado su vertical respaldo a Colombia. El Presidente Hugo Chávez fue un entusiasta auspiciador de las negociaciones. La presencia de Venezuela junto a Chile como acompañantes y de Cuba y Noruega como garantes da cuenta de un abanico amplio de apoyo internacional al proceso.

Por su parte, en un sondeo hecho por la empresa Gallup el 28 de junio pasado, se manifestó una insistencia a favor de la continuidad de los diálogos con la guerrilla hasta lograr un acuerdo de paz. El 66 % de los colombianos mantiene un apoyo constante y creciente al proceso adelantado en La Habana. Jairo Delgado, especialista en Ciencia Política y director de Análisis del Instituto de Ciencia Política Hernán Echavarría Olózaga, consideró que “Tanto en la guerrilla como en los colombianos hay un agotamiento por la confrontación armada y la violencia que genera. Por eso la gente quiere la paz”. La misma encuesta arrojó que solo el 32% de los colombianos opinó que no debe haber un diálogo y por el contrario, se debe “tratar de derrotarlos militarmente”.

Sin embargo, es evidente que las presiones al gobierno de parte de los sectores guerreristas encarnados en el ex presidente Uribe son muy fuertes. Ese factor, aunado a las intenciones reeleccionistas del Presidente Santos conspiran para un normal desenvolvimiento de las conversaciones. El afán permanente de poner plazo al fin de las mismas, da cuenta de una visión cortoplacista de cara a la solución de un conflicto ancestral. Como habitualmente apunta el Doctor en ciencias Políticas de la Universidad de los Andes en Mérida, Vladimir Aguilar, los tiempos políticos no siempre coinciden con los tiempos electorales. En este caso, es más que patente tal aseveración. Suponer que una conflagración de 50 años debe terminar antes de las próximas elecciones y que la reelección del presidente Santos es más importante que finalizar con el desangre de un país es no tener altura de miras ni comportarse como un estadista. La guerra debe terminar, a la paz no se le debe poner plazos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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