Señor Director:

Nunca será inútil recordar y repetir que el 11 de septiembre , en el epílogo de la tragedia , Salvador Allende tuvo únicamente a su lado al grupo de partidarios que combatieron junto a él en La Moneda y , en su espíritu, la imagen de un movimiento popular cuya adhesión nunca fue puesta en entredicho. En cambio, ningún personero de institución nacional o internacional, ningún responsable político chileno o extranjero, ninguna de esas autoridades morales que saben volverse tan vilmente discretas en los momentos decisivos, en resumen absolutamente nadie quiso interceder para detener el crimen alevoso que se estaba cometiendo.

Cuando es tan frecuente en el mundo que, allí donde hay conflictos graves, surjan iniciativas, al interior de un país o en el extranjero, para separar a las fuerzas en presencia o para dar una tregua que proteja a los que están en posición de inferioridad material, en Chile ello no ocurrió cuando metralletas, tanques y aviones se arrojaron contra un palacio de gobierno defendido por un Presidente legítimamente elegido y por el reducido número de partidarios que le acompañaba.

La desproporción de las fuerzas en presencia no conmovió en nada los espíritus de los dirigentes de la oposición de la época ni tampoco los de muchos responsables religiosos y otros representantes de las más altas magistraturas del Estado como el poder judicial, que se prestó más tarde para encubrir tantos crímenes, de esas magistraturas institucionales y morales por fin que asistieron impasibles al desenfreno de violencia que se abatió sobre el Presidente en ese día de septiembre.

Sin embargo, la historia ya ha dado su veredicto: es el recuerdo de Allende que perdura frente a la vergüenza de quienes, ayer y hoy, han hecho todo para sepultarlo.

José Cañas C.