Agosto 1973: eran los tiempos de nieves en la capital de la Patagonia. Con Rodolfo Saavedra, fotógrafo del pool de reporteros gráficos de Editorial Quimantú (sol del saber, en aimara) nos paseábamos en agosto por los territorios del Andino con dos chicas de la boite El Pollón de Oro, cercana al hotel City, nuestro alojamiento.
Las jóvenes corrían pies descalzos sobre el manto blanco, desnudas como Dios las echó al mundo para un reportaje que nos había encargado Guido Vallejos para la revista Viejo Verde.
Habíamos culminado la tarea oficial para la revista juvenil Onda , una crónica sobre la juventud de Punta Arenas y otra sobre Francisco Coloane y el pituto periodístico nos vino de perillas.
En este viaje conocimos a un joven periodista llamado Gazi Jalil simpatizante con la Unidad Popular, y a otro, un poquito mayor, Francisco Eterovic, no tan afín al régimen.
De regreso, alcanzamos a estar un par de días en Santiago cuando me envían con otro reportero gráfico, Miguel Rubio, a La Serena. Iba como integrante del jurado del Festival de Teatro Popular Juvenil.
La noche del estreno del acontecimiento del arte de Talía, el 10 de septiembre de 1973 asistieron las autoridades de turno. La parte militar, encabezada por el coronel Ariosto Lapostol, comandante del regimiento Arica, y en su pléyade, el capitán Emilio Cheyre. Daba la casualidad que era el hermano de una colega y compañera de la universidad, Consuelo, periodista proclive a la Democracia Cristiana. Todos amables y cordiales, aquella velada.
Doce horas más tarde, informados a medias por las radios, concurrimos con un eufórico Miguel Rubio hacia la Intendencia para averiguar los sucesos. El estado de Rubio tenía su razón de ser: estaba en éxtasis con el golpe y me prometía: “No tengas miedo, nada te harán, vamos a tener tremendas pegas con los militares”
Rubio nunca obtuvo la tremenda pega pues el cigarrillo y el gin se lo llevaron a la tumba antes que muchos detenidos desaparecidos y yo, fichado, menos todavía en los primer años de dictadura.
Nos detuvieron en el edificio de la Intendencia. Luego de tenernos un rato en la excitante posición de pie contra la pared con un cañón clavado en la columna. Lapostol, luego de averiguar que éramos periodistas (Dios es grande y llevaba una de antiguo colaborador de deportes de El Mercurio, pues con la de revista Onda quizás dónde estaría), nos dejó ir. Huimos hacia la ciudad cementera de La Calera donde una caravana de la desaparecida línea de buses interurbanos, Andes Mar Bus enfiló con nosotros a bordo hacia Santiago,
En la noche pernoctamos en el patio de la empresa, las balas silbaban sobre los techos de los vehículos y estaba en estado de pánico mientras Rubio roncaba feliz de la vida.
Mi mujer estaba en la Universidad Técnica del Estado con Víctor Jara y compañía, embarazada de siete meses. Vía telefónica supe recién el 12 que un sargento de apellido Flores, al ver su estado, la bajó del bus que iba hacia el Estadio Chile, y la depositó en la casa de unos feriantes. El 13 nos reunimos pues el propio sargento la fue a dejar al hotel parejero (Valparaíso) donde me había refugiado. El resto es larga historia.
A los pocos meses, haciendo el oficio de informador de cancha para una emisora santiaguina, morbosamente volví a la ciudad papayera integrando la delegación de Colo Colo.
Esa infidelidad hacia mi equipo, la Universidad Católica, tuvo su precio. Porque Manuel Gálvez, presidente del club decidió aceptar una visita al regimiento de parte de Lapostol y yo, todo cagado, me confundí a los 26 años, con los del plantel. Claro que ninguno era barbudo y no transigí jamás en afeitármela.
Al ladito del coronel, estaba el capitán Juan Emilio Cheyre, tan en boga en estos días. Sumiso, discreto, obediente pero cumplidor de órdenes, en consecuencia, peligroso.
Me observó, inclinó la cabeza disimuladamente a lo si te he visto no me acuerdo pues dudaba a qué bando pertenecía.
Lapostol fue solapado en sus procedimientos, quizás efectivamente cumplió más por miedo que convicción. Incluso en la toma de la Intendencia, se le aprecia como poco enérgico para las circunstancias. A su lado, creo, que el capitán actuaba de igual manera. Los Cheyre eran personas de recursos que si hubiesen estado asqueados con el golpe, bien podrían haberse desembarcado de su colaboración con el régimen. Juan Emilio Cheyre, hombre culto, si estaba tan espantado con lo que ocurría, estaba en posesión de recursos intelectuales como para buscar otros derroteros profesionales.
Pero prefirió chupar botas, y hoy paga las consecuencias.