Al preguntársele a Alicia Romo, a fines de los 80, por qué había tan pocos libros de nuestra Nobel poeta en la Biblioteca de la Universidad Gabriela Mistral que ella misma fundó, en el marco de la Constitución que ella también ayudó a redactar, respondió: “Es que los estoy leyendo”. La infantil respuesta de la más alta autoridad de esa Casa de Estudios no significó solo una falta de respeto hacia sus inquietos alumnos de entonces, sino además un gran desconocimiento respecto de la talla moral de la poeta chilena. Encasillada como la poeta de los niños, lejana, emancipada y fría, la Mistral era la imagen perfecta de esa mujer adusta, inteligente y correcta que necesitaba la primera universidad privada del país para erigirse como un espacio superior de educación. Para esa Casa de Estudios, la escasa pero excelsa producción literaria de Gabriela Mistral era suficiente para considerarla como el ejemplo de mujer que deseaba inculcarle a su alumnado, incluyendo las polleras largas de la gran maestra.
Pero ha sido la misma Gabriela Mistral la que ha venido a desmentir todos esos mitos para decir con sus propias palabras por qué avenidas caminaba su ideología, su pensamiento, su espiritualidad y sus afectos. No necesita ya de intermediarios para mostrar la anchura de su pensamiento ni la profundidad de su humanidad, gracias a lo que se ha denominado el legado de Gabriela Mistral y que hoy puede ser libremente visitado por quien quiera a través de un simple click en el computador en la sala virtual que lleva su nombre. Un gesto virtual gracias a Doris Atkinson y Susan Smith, quienes son parte de esos estadounidenses que sí respetan a nuestra nación y entienden que la obra y el universo material de nuestros poetas deben estar en suelo chileno, y ser compartido luego con la Humanidad… y no ser vendido a unos viles dólares a universidades extranjeras, como se ha hecho con otros poetas y escritores.
Entonces, se nos aparece Gabriela Mistral como la más profusa autora chilena de los últimos años, con material que nos mantendrá ocupados por varios más y que sus exégetas no se cansan de revisar y publicar. Aparece esta Mistral, que tiene opinión de casi todo, que no teme al qué dirán, que se siente una mujer comprometida con el devenir histórico de su país y de toda América Latina, y que en los tiempos actuales tanto se extraña.
Y es que a diferencia de otros escritores y coterráneos, Gabriela Mistral no habría caído en la “huelga moral”, como denominó el escritor Primo Levi, a ese estado de la conciencia que permitió a millones de alemanes simplemente “pasar” de la cuestión judía en pleno Holocausto. Gabriela Mistral jamás se habría confundido al punto de justificar su silencio o sencillamente cerrar los ojos frente a las atrocidades que se impusieron en Chile por 17 años. Conocida su aversión por la bota militar, no habría tenido ninguna duda ni desliz lingüístico frente al terrorismo de Estado ni a las violaciones de los DDHH.
¡Qué falta nos hizo su voz gastada de maestra pero férrea en sus principios para corregir a tanto despistado! Porque la valentía de Gabriela Mistral habría hecho temblar a la Dictadura.
Pero está hoy aquí y ha regresado con sus escritos para poner el dedo en la llaga y para decir, aunque sea de manera póstuma, lo que de seguro habría escrito con pluma cáustica en estos años sobre el devenir político y social de Chile.
“La dictadura vendió nuestro pan por cincuenta años entregando el salitre; pero y eso tenemos que llorarlo con lágrimas de sangre, como se llora la propia demencia”, decía a principios de la década del 30. “Nosotros no hemos cuidado a Juan-apir y Juan-gañán ni en la ración de alimentos ni en las varas de telas de sus ropas; menos aún en la altura de su techo ni en el amparo de sus muros y no le dimos la parte que había menester de juegos y de música a la intemperie. En veinte años, las sociedades deportivas han hecho más que la asistencia oficial por la corporalidad chilena”, decía en unos párrafos que fueron eliminados por Benjamín Subercaseaux para el prólogo de su libro Chile o una loca geografía (*). Es en este prólogo “censurado” donde está el mejor elogio a nuestra chilenidad en el marco de este septiembre y de sus fiestas, como cuando rechaza la visión que tiene Subercaseaux del campesinado chileno y le dice: “Su punto de partida es el de que la hacienda creó lado a lado en Chile la clase dominante y la sometida, sin ninguna posibilidad de nivelación. Estoy de acuerdo con usted en lo primero, pero no en la afirmación de que no haya esperanza de homogeneidad, pues, a pesar de vivir patrones y peonaje los niveles de diferencia abisal, el dejo de semejanza existe por no sé qué esencia misteriosa que pone en ambas la vida rural. Donde mi entendimiento se subleva leyéndole, amigo mío, es en el juicio moral del campesino. Aquella masa que usted solo ve lenta y perezosa y de una blandura hipócrita, constituye para mí la raza chilena efectiva, la mayor y la mejor de nuestras clases sociales. Sus virtudes superan a la de la clase media, que se columpia indecisa y ladina entre sus adláteres y supera también a la aristocracia, cuyas virtudes clásicas se han quebrado por el cosmopolitismo”.
También nos ayuda Gabriela Mistral a entender que la inmigración peruana no solo ha venido a darle sazón ni variedad a nuestra gastronomía, como expresaba a a fines de la década del 30: “Nosotros necesitamos de ciertas virtudes cardinales de ese pueblo y la primera es su lengua, la lengua peruana, la lengua de todos los países del Virreinato. Es una lengua fina y ancha de vocabulario, es una lengua viva y madura, que llega a los países que estuvieron lejos de los virreinatos. La nuestra es una lengua todavía cruda, no sobada; no tiene esa calidad de la badana, es un lengua angosta con poco vocabulario y es una lengua con poca elegancia”.
Esa lengua estrecha y precaria que hablamos es la que no nos ha permitido entender del todo lo que han pasado en estos 40 años, para revivir en este septiembre una suerte de “primavera histórica” que se aprecia en la televisión, la prensa escrita y radial. Una tarea que cumplió la palabra censurada en la Dictadura, y que ha venido a suplir la imagen hoy, con la desclasificación de material audiovisual que no admite segundas lecturas, punzante y veraz, que ha permitido a millones de chilenos asomarse a esa historia escondida y relatada en lengua bárbara, inentendible, feroz.
Pero Gabriela ha regresado a casa, como denominaron las dos estadounidenses a su operación cultural, y su palabra iluminará nuestros días.
Solo cabe esperar que Alicia Romo no solo ya haya leído la lectura que entonces la tenía tan ocupada como para inadvertir su propia biblioteca y, de paso, haya engrosado la colección de la misma con estas nuevas publicaciones que no cesan de sorprendernos y sentirnos agradecidos que la voz de Gabriela Mistral aún resuene en tiempos de “huelgas morales”.
(*) Gabriela Mistral. Caminando se siembra. Prosas inéditas. Selección y prólogo de Luis Vargas Saavedra.