Siempre imaginé que envejeceríamos juntos, él en la pantalla, y yo detrás. Incluso, coqueteaba con la posibilidad de disfrutar sus últimos años de actor con los hijos que todavía no tengo. Los primeros recuerdos son de Magnolia (1999); interpretaba a un enfermero de una fragilidad perturbadora, incómoda, que añadía un color más a la polifónica opera mayor de Paul Thomas Anderson: “para peor o para mejor, la mejor película” según sus palabras; antes, en Boogie nights (1997) ya había dibujado con inigualable ternura, al convulso y nervioso Scottie. J, un tramoya enamorado de su compañero de trabajo, una joven estrella del porno. Interpretaciones en donde agrandaba las heridas sicológicas, las íntimas fracturas emocionales no de personajes, si no de personas. Sí. Ahí marcaba las diferencias. Philip Seymour Hoffman, al igual que el mejor y más fino estilista literario, creaba personas, no personajes. Sin embargo, antes hizo apariciones en producciones más comerciales, como Twister (1996) o Perfume de Mujer (1992), subordinadas a la naturaleza del género. Después el cine independiente se enamoraría de su genio artístico extraordinario. Paul Thomas Anderson, lo secuestraría en cinco de sus seis películas, y con ello, consagraría su prestigio artístico como realizador.
Hasta hace poco había visto casi todas sus películas, incluída, Jack goes Boating (2010), la única que dirigió. La sublime y leve, Love Liza (2002), que escribió su hermano Gordy Hoffman, pasando por la extraña y turbulenta The Master (2012) dónde da vida al profeta místico Lancaster Dodd capaz de evangelizar la moral más escéptica, o el Último concierto (2013), dónde interpreta a un segundo violín de un cuarteto de cuerdas, junto al gran Christopher Walken. Me parecía un actor inmortal. Desde los 90 se encargó de mejorar las películas donde participó, ganándose un espacio en el alma del espectador.
Revisando la prensa, muchos críticos lo sitúan como el más brillante secundario de su generación, recalcando su versatilidad en la personificación y dramaturgia. Y también es cierto que su fisonomía de gordo y apariencia poco llamativa lo replegaron a personajes más secundarios, marginales, pero desde ahí resplandecía, creaba atmósferas con su presencia apenas visible, cargaba de sentido secuencias absurdas, siempre contenido o al borde del precipicio de personajes mutilados por el holocausto íntimo o atrapados por los miedos más mundanos.
Su don fue, el capital que quisiera cualquier actor con ambiciones profundas: credibilidad. Y en eso era un verdadero animal que destilaba sencillez y realismo. Sólo le bastaba un par de frases, un gesto inmóvil y raro para fascinarnos, para decirle al espectador que él era nosotros: que nosotros éramos él. Era el más joven, sólo 46 años, de una camada de secundarios excepcionales como Steve Buscemi, William H. Macy, John C. Reilly o John Goodman. Con Capote (2005), actuación maciza y memorable, se consagró como un intérprete imprescindible, sellando su reputación con un Oscar a mejor actor.
Fue parte del elenco de El gran Lebowski (1998), que se recordará como la gran sátira contemporánea de antihéroes americanos. En Love Liza, un film poco celebrado por la crítica, personificó a Wilson que ante el reciente suicidio de su esposa, comienza el transe doloroso hacia una redención improbable. Una comedia dramática, sobrecogedora, doliente y honesta. Con un Philip Seymour Hoffman protagónico, químicamente puro, vulnerable hasta la náusea, que terminaría adicto a la gasolina de los aviones de aeromodelismo.
Hasta ahora, lo que supimos de la muerte de Hoffman, es que estaba decidido a suicidarse, fueron encontradas por la policía 50 dosis de lo que se cree era heroína. El conocía la ineludible paradoja y cruel transferencia de la vida real con el cine. Claro que lo sabía, y se notaba. En la última entrevista se veía desganado, pero luminoso para hablar del dolor. La imagen del actor muerto con una jeringa clavada en el brazo fue devastadora para todos sus admiradores. Como nunca el mundo del cine, críticos y espectadores, estuvieron tan de acuerdo en la magnitud de su grandeza. Al final, todos pudimos ver en él a alguien que temblaba por nuestros temores e interpretaba con inimitable nobleza la variedad caleidoscópica de las pasiones humanas, a veces mostrándonos su cara más triste, pero aún así, sabiendo esto, siempre estábamos felices de verlo en la pantalla, y aunque por ahora la pérdida resulte inconsolable, permanecerá su arte inalterable en el alma del espectador, todavía estremecida, acusando el golpe, embriagada de amor.