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El don de la palabra

Columna de opinión por Antonia García C.
Jueves 6 de marzo 2014 8:54 hrs.


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Así como existe la luz en Buenos Aires, un cielo claro empecinado que acompaña todas las estaciones, existe también un don de la palabra que puede sorprender al visitante. Especialmente al visitante acostumbrado a la reserva. La calle, en ese sentido, parece una extensión de la casa. Como si toda Buenos Aires fuera un zaguán o un patio, un lugar donde es posible conversar. Y también como si todos o muchos de los que andan por sus calles fueran, en algún punto, conocidos. Miembros de una remota familia.

A veces el don de la palabra es una desgracia que le aconteció a una vecina. Otras una reflexión sobre la vida y la muerte. También puede ser un insulto o varios. Pero el otro siempre parece cercano. Para bien y para mal. La gente que ve noticieros conoce más de lo segundo. No pasa un día sin que la muerte violenta sea noticia en alguno de esos canales que tienen como misión espantar a la población, dominar por el miedo (y por la estupidez). Pero en esta misma ciudad suceden otras cosas que no llegan a ser noticias aunque existen hoy, en Argentina, canales de televisión y medios alternativos en los que habría cabida para contar hechos menudos.

Por ejemplo éste. Hay una señora que regularmente concurre a cierto café. El café ocupa toda una esquina. Es inmenso. Es “notable”. Esta distinción se aplica a lugares históricos que presentan un valor patrimonial. Este café es además relativamente lujoso. La señora tiene ahí sus costumbres. Las tiene aunque no puede pagar. La escena ocurre siempre de la misma manera. Llega la señora. Un mozo le abre la puerta, la ubica. La mujer es demasiado débil para abrir la puerta sola. Tiene el cuerpo doblado. Camina con dificultad. El mozo la acompaña hasta una mesa. La mujer tiene una bolsa y en esa bolsa hay un yogurt. El mozo le acerca una cuchara y ella se come su yogurt mientras suena algún tango porque en ese café no hay otra música pero a veces desde el escenario (hay un escenario) se transmite también partidos de futbol. Cuando la mujer termina, se queda un rato, luego se va. Nadie la molesta, nadie hace el menor gesto que demuestre incomodidad por su presencia. Al contrario. Cuando se va, el policía que trabaja en esa esquina la ayuda a salir y a cruzar la calle. Esto es así todos los días. Me lo cuenta un mozo. Me lo cuenta aunque no le he preguntado nada. Pero sin duda el mozo me leyó el pensamiento y vino a responderme sin previo llamado. Por ese don de la palabra que es tan fuerte en Buenos Aires.

Otro ejemplo. Estaba un día leyendo un libro en la mesa de otro café (ya sé que suena feo esto de andar de café en café pero mis actividades profesionales exigen horas de lectura y los cafés de Buenos Aires suelen hacer de bibliotecas, de oficina y hasta de centro cultural). En este caso, la mesa estaba al aire libre y ahí fue que se arrimó un muchachito. No lo vi llegar. Tendría unos doce años. Un brazo apoyado en un árbol, el otro en la cintura. El muchachito se quejaba de “la calor” y pedía “una monedita”. Después de menudos intercambios, el niño preguntó: “¿Y? ¿Está bueno el libro?”. Probablemente le dije que sí y nos quedamos unos minutos conversando acerca del libro. No recuerdo los pormenores pero sí la sonrisa pícara en medio de un rostro triste (los ojos sobre todo, las sombras debajo de los ojos). Algunos días más tarde me lo encontré en una juguetería por la vereda de enfrente. “Doña, ¿no me compra una pelota?” Así no más. Que el niño se imaginara que sin conocernos –o conociéndonos un poco a causa del libro–, yo podía regalarle una pelota me dio alegría. Pasó lo que pasó. Nos cruzamos un par de veces, luego nunca más.

Desde luego, yo sabía. Que no hay moneda que valga, ni pelota. Ni libro. Lo del libro, sobre todo, me daba pena. Porque no le pude decir al niño –no supe cómo– que él estaba en ese libro. Que había un niño exactamente como él metido dentro de mi libro y que el autor, un poeta, había imaginado, en nombre de ese niño, una serie de cosas que no sucedían todavía. Y no es que no hubo tiempo para que sucedieran porque ese libro fue escrito hace más de cien años… Y no es que el autor careciera de medios porque, siendo poeta, era además político… Un hombre que, como poeta y como político, tuvo más generosamente que otros el don de la palabra. Y con su don abrió horizontes y dio instrumentos para luchar contra la pena de muerte, contra la explotación de los niños, contra la explotación de la mujer, contra la esclavitud en todas sus facetas, contra la miseria y la ignorancia.

Pero ¿cuál es el tiempo de las luchas? ¿Qué pasa que todavía hay niños en la calle? Niños que no pueden leer esos libros donde se habla de ellos, de los sueños que algunos proyectan para ellos. Sueños de justicia social. Sueños de justicia a secas en una Patria Grande llamada Humanidad. En Argentina, en estos últimos años, se ha hecho mucho. Existe algo que debe recibir otro nombre pero que también puede ser percibido como opción preferencial por los pobres. Claramente, acá, es un principio de gobierno. Por eso estamos como estamos. Tan acosados. La manera en que esta política está siendo llevada a cabo merece ser recalcada porque es una política coordinada o que intenta ser coordinada entre distintos ministerios y secretarías. Porque todos saben, todos sabemos que ocuparse de los niños en situación de marginalidad implica ocuparse de los padres en situación de marginalidad. Y esto pasa por generar trabajo como bien lo expresó la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner en su reciente discurso de apertura a las sesiones ordinarias del Congreso Nacional:

“Tengo aquí, si me permiten leer, el informe del Banco Mundial, a quien nadie creo que podrá acusar de ser ultra K, o de ser K. Al contrario. El informe del Banco Mundial elogia la reducción de la pobreza en la Argentina, reconoce los avances argentinos en la reducción de la pobreza y la desigualdad, y resalta el rol del gasto público social y las transferencias monetarias dirigidas a los sectores de menores ingresos. (…) Obviamente, [esto no tiene] que ver únicamente con políticas sociales o con transferencias de ingresos. Realmente, el mayor elemento para reducir la pobreza en la Argentina no han sido las transferencias que se han hecho desde el sector público, a través de programas sociales o de políticas contracíclicas. El verdadero centro de la disminución de la pobreza ha sido el surgimiento del trabajo en la Argentina, del trabajo legal y registrado… Más de 6 millones de puestos de trabajo, el retorno de las negociaciones colectivas de trabajo, de condiciones libres entre patronal y sindicatos…”

Uno, como ciudadano, sabe que es así, que se ha hecho mucho en poco tiempo (en términos de generación de trabajo, de ayudas sociales y de vinculación de ciertas ayudas sociales a la escolarización de los niños). Y uno sabe también que, sin embargo, sigue siendo insuficiente. Decirlo no es oponerse, de ninguna manera. Es más bien una manera de afirmar como lo hacen ciertos jóvenes: “vamos por más”. Pero uno siente en este ámbito, el de la lucha contra la pobreza, que los grandes oradores no pierden nunca de vista a los pequeños.

Es ese don de la palabra que hace que, en Buenos Aires, cualquiera pueda ponerse a hablar con cualquiera como si todos fueran miembros de una sola y misma familia. El niño, en ese sentido, no solo ejerce su don de la palabra cuando se arrima a una mesa sino también su derecho a la palabra. Así como la abuela ejerce su derecho a golpear puertas que otros tienen el deber de abrir. Creo entender que en Argentina estas preocupaciones no son el afuera de la política. Son políticas.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.