Por pura casualidad me llegó el libro “Waste Uncovering the Global Food Scandal” (Despilfarro, el escándalo global de la comida), de Tristram Stuart. El autor analiza las causas del desperdicio de comida en el mundo. Tristes datos adornan sus páginas: sólo en Estados Unidos se desperdician 40 millones de toneladas de comida al día, lo necesario para alimentar a los 1.000 millones de personas que pasan hambre en el mundo. 60 millones de personas podrían alimentarse con la comida que Gran Bretaña arroja a diario al tacho de basura. En el mismo mundo, unos botan lo que otros piden, pero la mano de la limosna no atraviesa los países. Por cierto, no pasan hambre ni los turistas ni los millonarios de los países pobres. Es espantoso morir de hambre cuando no hay comida, pero es mucho más terrible cuando la comida sobra. Más carbón a lo evidente: las hambrunas no se dan por falta de alimentos, sino porque la gente no tiene dinero para comprarlos. Esta realidad refleja una potente y triste injusticia. Vale preguntarse: ¿es normal que alguien muera de hambre por no tener un pedazo de papel para cambiarlo por un pan?…
¿Por qué se desperdicia la comida?, se pregunta el autor del libro. Varias causas responden a esta pregunta: falta de infraestructura agrícola, criterios estéticos de los distribuidores, etcétera. Pero también la histeria del consumo: los supermercados demandan más de la comida que venden, kilos y kilos de comida destinada a ser basura.
Afuera, la realidad deambula entre quienes necesitan más de lo que consumen, y quienes consumen más de lo que necesitan. El equilibrio entre las variables depende de la injusticia: los que más comen engordan sentados a un lado de la balanza de la (in) justicia planetaria. Para que unos consumas de más, muchos deben consumir de menos.
Cuando los países del primer mundo compran pan, por ejemplo, están actuando directamente en el mercado global del trigo. Las subidas de precio de algunas materias primas son provocadas en gran medida porque la demanda supera la oferta. Estas subidas de precio condenan a millones de personas al hambre. Si en los países ricos despilfarrarán menos pan y, por lo tanto, compraran menos trigo en el mercado mundial, quedaría más cantidad disponible para las personas en África y Asia, que pasan hambre, y que compran el trigo en el mismo mercado mundial.
Se pierde la comida, y, como consecuencia, también se pierde el agua. La FAO calcula que “cada año se despilfarran cerca de 1.300 millones de toneladas de alimentos, y que una reducción del 50 por ciento en esas pérdidas y desperdicios de alimentos a nivel mundial permitiría ahorrar unos 1.350 km3 de agua cada año”. La agricultura utiliza cerca del 70% del agua. Sin embargo, entre el 20 al 30% del agua se escurre o evapora.
¿No estaremos, quizás, en plena era del despilfarro?
El sol siempre está, funciona como funciona la respiración: llega porque sí. Según especialistas, el sol recién cumplió la mitad de su edad: unos 45.000 millones de años, por lo que, si no es apagado por un interruptor secreto, estará ahí esa portentosa cantidad de años más. Siempre encendido, el sol proyecta 4.000 veces más energía de la utilizada por toda la humanidad durante todo un año, energía que se pierde, que va a parar a la nada, o a esa especie de nada que conforman la rocas, la tierra o el viento. Insistimos en echar a andar el mundo con energías fósiles, estrujando las entrañas de la Tierra en búsqueda de la sangre negra que corre por sus venas, pero los vientos jamás se detienen, las olas nunca dejan de danzar sobre la mar y el sol nunca apaga sus rayos. Tenemos todo para crear una nueva civilización, pero no damos el paso hacia ella.
Seguimos con la cabeza metida en el despilfarro.
Pero si la comida alcanza para el doble de la población mundial, si el sol nutre de calor suficiente para que siga creciendo la vida y para echar a andar todos los motores, entonces surge una pregunta: todo esto, ¿es una crisis de abastecimiento o una crisis de distribución? La respuesta no necesita a Sherlock Holmes, si: es una crisis de distribución. Alimentos, agua y energía hay para todos, incluso de sobra, pero están mal distribuidos, o simplemente no utilizados. Esta crisis de distribución deriva, a su vez, de una crisis ética, valórica, espiritual. Una crisis de amor y falta de conciencia. En definitiva, es una crisis de percepción. Es terrible el número de personas que sufren, pero más terrible resulta el que seamos los propios seres humanos quienes podamos acabar con todo esto. Y no lo hagamos. Ahí está radicada la crisis: en nuestra comodidad.
Hoy, el mundo tiene el estilo de vida de los traficantes de drogas, o de algunos deportistas, con animales exóticos de mascotas, botando una y otra vez el agua de las piscinas, arrojando a la basura las cajas de electrodomésticos. El Dios del despilfarro colma de basura su catedral plantearía. Se impone el estilo de vida de la ostentación. Olvidando que es necesaria la miseria de muchos para que sea posible el derroche de pocos. Los muchos espían el derroche de los pocos a través de las pantallas de televisión. Y es que no sólo se despilfarra la comida, la energía o el agua, también se despilfarra la oportunidad única de vivir. Reducimos nuestra condición humana a consumir y consumir cosas, los vacíos espirituales se llenan con cosas. Nadie tiene tiempo para perder el tiempo, y se repite con demasiado ímpetu que el tiempo es oro, cuando, en realidad, el tiempo es vida. Todo ocurre demasiado rápido, estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente?”. La “fast food” invita al 2×1, uno al estomago y el otro al basurero, mientras el “shooping” nos invita a consumir cosas que son iguales, pero distintas en el tubo de la mente; la cosa anterior también va al basurero. Porque el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente como si ella también hiciese “zapping”; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca, para botar y botar cosas, en plena era del despilfarro.
¿Será que el fin de la historia es el fin de las ideas, y el despilfarro y la ostentación su punto final?