Si quieres cambios, nueva Constitución

  • 06-07-2014

La Constitución impuesta por Pinochet, y todavía vigente después de 25 años, le impide al Estado hacer emprendimientos que puedan acometer los privados o los inversionistas extranjeros, en esto de favorecer siempre a la iniciativa privada y restringir la acción de las instituciones públicas. El país ya tiene conciencia de cómo el ordenamiento institucional legado por la Dictadura ha menoscabado la acción del Estado en la educación, la salud y la previsión social a objeto de convertir al lucro en el motor de la economía. Al mismo tiempo que propiciar de que sea el “mercado” el gran “regulador y asignador de recursos”.

El ministro de Educación ha observado algo muy relevante en cuanto a que las reformas educacionales finalmente serán imposibles sin una nueva Constitución. Lo propio han señalado algunos actores respecto del Administrador Provisional o interventor de las universidades, figura que podría vulnerar el derecho de propiedad consagrado por nuestra Carta Fundamental como un derecho que, incluso, se sobrepone a los otros. En este mismo sentido, hasta leemos y escuchamos observaciones de urbanistas y arquitectos lamentando que la legislación chilena, y otra vez, la Constitución, les garanticen a las empresas constructoras  tan amplio campo de acción como para llegar a vulnerar las disposiciones  y ordenanzas municipales.

Ni  pensar siquiera que en una situación tan grave como la que se vive en la Araucanía pudiera el Estado expropiar predios agrícolas demandados por los mapuches y hoy en manos de privados o empresas que se niegan a cederlos o pretenden cobrarle un precio abusivo al fisco por un traspaso. La Constitución impuesta por Pinochet, y todavía vigente después de 25 años, le impide al Estado hacer emprendimientos  que puedan acometer los privados o los inversionistas extranjeros, en esto de favorecer siempre a la iniciativa privada y restringir la acción de las instituciones públicas. El país ya tiene conciencia de cómo el ordenamiento institucional legado por la Dictadura ha menoscabado la acción del Estado en la educación, la salud y la previsión social a objeto de convertir al lucro en el motor de la economía. Al mismo tiempo que propiciar  de que sea el “mercado” el gran “regulador y asignador de recursos”.

Estamos constatando, entonces, de que podrían trabarse severamente las reformas demandadas por la ciudadanía en caso de persistir esta gran “camisa de fuerza” institucional. En consecuencia, ello debiera conducir al Gobierno a plantearse como prioridad la aprobación ciudadana de una nueva Constitución, antes que seguir adelante con proyectos que podrían llegar a impugnarse, en definitiva, por el Tribunal Constitucional, entramparse en los quórums calificados del Congreso Nacional o ceder al feroz fustigamiento de aquellos medios informativos deseosos de que se perpetúe el orden establecido por el régimen castrense.

Las extensas negociaciones para conseguir nada más que una muy discreta reforma del sistema electoral nos señalan que un proceso parlamentario para sancionar una nueva Constitución podría envolvernos en un proceso mucho más complejo e interminable,  todavía, y que incluso se extienda más allá de los cuatro años de la actual administración. Es público y notorio, por lo demás, que el Ejecutivo no contaría con los votos necesarios del Parlamento para aprobar un nuevo texto constitucional, pese a la ventaja que hoy tiene la Nueva Mayoría sobre los sectores más renuentes al cambio. Menos todavía, cuando la opinión pública en tan poco tiempo empieza a constatar los profundos disensos que se manifiestan al interior del propio oficialismo respecto de las reformas que recién inician trámite legislativo.

Si fuera efectiva la voluntad de La Moneda de conseguir realmente aquellos cambios, cuanto darle al país una nueva Carta Fundamental, debiera ésta anteponer a cualquier reforma el imperativo de una constitución democrática. Hasta aquí,  el Gobierno ha desperdiciado acoger con voluntad y entereza la fórmula de una Asamblea Constituyente, haciendo suya una demanda  tan larga e insistentemente planteada por la sociedad civil.  En este sentido, le tememos a la influencia que puedan estar ejerciendo en La Moneda aquellos personajes que, después de criticar por años el sistema electoral binominal y la existencia de un Parlamento excluyente,  hoy, sin embargo, se avienen a que sean esas mismas cámaras del Poder Legislativo las que definan la nueva Constitución.

En esta dilación es que muchos sospechan de la real voluntad del duopolio enseñoreado en la política en cuanto a su genuina voluntad de propiciar una nueva Constitución. Más bien pareciera que sus actores, lo que prefieren,  es seguir remozándola con enmiendas que no logren, como hasta aquí,  alterar lo fundamental que en ella ha inscrito el régimen autoritario. Ante ello, resulta fundamental que los partidarios de la Asamblea Constituyente no se confíen en dejar a la iniciativa político cupular un propósito que, como tantos otros, dependerá fundamentalmente de la capacidad ciudadana de movilizarse e imponer los cambios desde la presión social.

Ya sabemos que muchos de los que hace dos décadas lideraban las transformaciones y desacreditaban totalmente la legalidad pinochetista finalmente terminaron encantados con su incorporación a los cargos públicos y la posibilidad de aferrarse a privilegios que resultan insultantes a la situación en que vive la enorme mayoría de los chilenos. Protagonistas de la escena política actual que dejaron en el pasado sus convicciones socialistas, reformistas y hasta revolucionarias para reciclarse en irrestrictos neoliberales. Y que en su inmensa mayoría han terminado completamente corruptos  e impunes en las prácticas del cuoteo partidista, el nepotismo y la más descarada colusión con el mundo de los negocios. Hace tiempo que el destino de algunos políticos, si no son las embajadas, son los directorios y cargos ejecutivos de las grandes empresas que, en definitiva, los contratan como lobistas de sus intereses.

Al respecto, cómo no escandalizarse en estos días de que el Ministerio de Hacienda, la CUT y los parlamentarios se hayan concertado  entre ellos y agraciado con la clase patronal para fijar un reajuste misérrimo al salario mínimo que recibe cerca de un millón de trabajadores chilenos. Cómo no sorprenderse,  asimismo, de que haya quienes estén postulando la idea de las diputadas y senadoras que en el futuro resulten electas reciban una subvención fiscal de siete millones de pesos, equivalente a un monto unas treinta veces superior al sueldo mínimo… Por el solo mérito, como se dice,  de ser mujeres y estar dispuestas a enrolarse  en el “servicio público” tan dominado por el “género masculino”. Haciendo caso omiso que en posesión de cargos parlamentarios se asegurarán, enseguida, una suculenta dieta parlamentaria por cuatro u ocho años con reelección.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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