Del complejo de izquierda al de derecha

  • 13-07-2014

En la década de los sesenta, la política chilena estaba marcada por un fuerte “complejo de izquierda”.  Luego del triunfo de la revolución cubana, en toda nuestra América Latina soplaron vientos de cambio y surgieron partidos y movimientos comprometidos con la reforma agraria, con la necesidad de universalizar la educación, recuperar la propiedad sobre nuestros recursos básicos y proponerse la redención de los pobres. El marxismo leninismo se convirtió en la ideología de moda y la propia Iglesia Católica tuvo que convocar a un concilio y con sus acuerdos y encíclicas sociales condenar al capitalismo, abogar por justicia social y asumir en los hechos la sacralización de la democracia.

La palabra “revolución” era una de las más importantes del léxico político, como que hasta la propia Democracia Cristiana, expresión conservadora en Europa, en nuestro continente se asumió como de izquierda. El programa que llevó a Eduardo Frei  Moltalva a la Presidencia postuló la “Revolución en Libertad”  y, posteriormente,  la candidatura de Radomiro Tomic planteó el objetivo de la “unidad política y social del pueblo” para profundizar los cambios, una postura que, en su ímpetu y radicalidad, desconcertó a buena parte de los partidos vanguardistas. Recordemos que para  nacionalizar el cobre concurrió hasta con los voto de los partidos conservadores, después de que se modificara la Constitución para darle curso a las expropiaciones y condicionar la propiedad privada al bien común.

El izquierdismo se hizo contundente y hasta vociferante en las federaciones estudiantiles y los sindicatos. Además de que fue en el frontis de la Pontificia Universidad Católica donde se colgó un lienzo acusador y revelador del ambiente de la época: “Chileno, El Mercurio Miente”. La marea transformadora pasó por encima de los empresarios y la derecha más recalcitrante, al mismo tiempo que la expresión “Yankees, go home” se desplegaba en muros y pancartas, lo que incidiría incuestionablemente en que el país imperial se propusiera financiar y estimular las asonadas golpistas en todo nuestro Continente, junto con desplegar su criminal Ideología de la Seguridad Nacional.

Hasta los jóvenes más acomodados fueron arrastrados por el izquierdismo boyante, siendo no pocos los que abrazaron la insurrección militar para hacer frente a la reacción y asegurar los cambios. La batalla de Chile hizo de éstos sus mejores instigadores, aunque al momento decisivo la “carne de cañón” estuvo esencialmente constituida por los estudiantes y trabajadores más humildes y con menos “protección social”; mientras que, al momento del Golpe Militar de 1973,  los otros se asilaban en las embajadas y partían al exilio.

Hasta en las Fuerzas Armadas permeó el izquierdismo a oficiales y tropa que luego fueran brutalmente aniquilados por sus propios compañeros de armas.  No es extraño, entonces, que durante todo el Régimen Militar prevaleciera la idea de mantenerle a Codelco su condición de empresa estatal, aunque en la posdictadura se ejecutaran privatizaciones que los militares, en su momento, sintieran rubor de materializar.

Pero lo que finalmente prosperó fue la contrarrevolución pinochetista, evitando que nuestro país pudiera consolidar una economía socialista y el pueblo se constituyera en un verdadero sujeto ciudadano. El poder de las armas arrasó con las conquistas sociales y dejó al país en interdicción política por casi dos décadas. Sin embargo, fueron los valores y consignas de ese mismo izquierdismo que se negó a morir los que impulsaron la movilización social que, en definitiva, cercó a la Dictadura. En las postrimerías del régimen castrense, la gran mayoría de las expresiones políticas y sociales consideraban completamente ilegítima, en su origen y contenido, la Constitución de 1980. De la misma forma en que se repudiaba la matriz neoliberal del sistema económico y social, cuanto se denunciaban los despropósitos cometidos contra los Derechos Humanos.

El giro ideológico viene extrañamente con los gobiernos de la Concertación que fueron renuentes a alterar la institucionalidad legada, a excepción de algunas  reformas cosméticas a la Carta Fundamental y  sistema electoral. Fueron los nuevos gobernantes los que rápidamente se acomodaron a lo que había y asumieron la inconveniencia de emprender cambios que pudieran  irritar a los uniformados y convulsionar al país. De esta forma es que, incluso en materia de Derechos Humanos, las nuevas autoridades se comprometieran sólo a aclarar los crímenes y únicamente a “hacer justicia en la medida de lo posible”. Aunque con los años la presión internacional, las demandas de las víctimas y la bienaventurada detención del Pinochet en Londres cambiara la actitud de los tribunales y de los políticos dispuestos a consagrar la impunidad. Siempre en la excusa del interés nacional y acotados a una concepción de la política como el “arte de lo posible”.

Podríamos decir que la Dictadura sembró al país de ideas que solo germinaron con fuerza después de Pinochet gracias a que los gobiernos venideros las abonaron con su complacencia. Al mantener intacto, por ejemplo,  el poder que acumularon algunos grandes empresarios adictos a la Dictadura y que ciertamente (como algunos de ellos reconocen ahora) temieron  perder con el  “advenimiento de la democracia”. Concepto, éste último,  de suyo falaz y que sólo puede ser pronunciado por los que creen que este régimen solo consiste en convocar a elecciones, aunque sea dentro de las reglas del juego de ese autoritarismo plenamente vigente hasta hoy.

Tuvieron que irrumpir “la Revolución de los Pingüinos” y las protestas estudiantiles para que pudiéramos entender hasta qué grado nuestros líderes y partidos democráticos se habían obnubilado por el sistema económico impuesto por la Derecha, que llevó a la educación, la salud y la previsión a regirse por la “iniciativa privada”, el mercado, el lucro y la usura bancaria. De esta forma es que  se produce, incluso, el obsceno viraje ideológico de quienes habían sido los más rebeldes voceros del izquierdismo sesentero, seducidos por las prebendas de los cargos públicos y, muy  luego, de las corporaciones privadas que los han convertido en los más fieles miembros de sus directorios, gerentes y lobistas.

En la encarnación de las ideas de la dictadura en quienes nos han gobernado todos estos años se explica que pudo llegar un quinto gobierno, como el de Sebastián Piñera, sin que se apreciaran diferencias sustantivas entre aquellos y éste. Dos presidentes demócrata cristianos, dos socialistas- PPD y uno  Renovación Nacional- UDI sin variaciones sustantivas en el libreto, y  que consolidaron nuestra posición en el mundo como uno de los países más desiguales y de la más grosera concentración de la riqueza. Cinco gobiernos bajo el mismo marco constitucional de la Dictadura, su ley de elecciones y en el reiterado propósito  de atraer la inversión extranjera para privatizar y transnacionalizar nuestras riquezas.

Diversos mandatarios y una Presidenta que ahora accede a un nuevo período prometiendo un  ambicioso  plan de reformas que, como ya se está viendo, no tuvo más designio que ganar las elecciones y provocar unos meses de tregua para aquietar los caldeados ánimos sociales y dejar que todo siga más o menos igual. Tal como se evidenció recién con el bochornoso monto del salario mínimo y, ahora,  con la reanudación de “la política de los acuerdos” con  la Derecha para convenir una morigerada reforma tributaria y proponerse posiblemente el mismo camino para la reforma educacional  y otras a riesgo de quedar en el puro enunciado. En este sentido, ya se ve que la madre de todas las promesas, como la de una nueva Constitución, puede quedar condicionada al acuerdo cupular y parlamentario, renunciando a una Asamblea Constituyente.

Muy ilusa fue, en definitiva, la postura de quienes creían que los últimos gobiernos no podían emprender los cambios prometidos por carecer de una mayoría parlamentaria para tal efecto. Ya se ve que, contando con los votos suficientes en el Congreso, el actual Gobierno tampoco quiere escapar a la inercia de consensuarlo todo con la Derecha. Como se acaba de comprobar con la Reforma Tributaria, en que las autoridades de Hacienda, contestes con los grandes empresarios,  negocian en el Senado un apoyo consensuado  a la iniciativa gubernamental  con las enmiendas que la derecha no tuvo la oportunidad de imponerle en la Cámara de Diputados.

Parece ser que a estos irritados empresarios sólo les bastó recordarle a los moradores de La Moneda e integrantes de la Nueva Mayoría oficialista la forma en que ellos habían aportado a sus gastos electorales otorgándoles más recursos, todavía,  que los que les habían otorgado a sus candidatos más afines y dóciles. De allí es que, a pesar de la irritación que le ha causado al Partido Comunista este acuerdo entre bambalinas, el jefe de la Democracia Cristiana esté abogando, ahora sin tapujos, en favor de que los consensos con la Derecha se materialicen también en la reforma educacional, que así pueda devenir en un híbrido igual o peor que el de la ley tributaria.

Toda una sintomatología de una clase política que adolece, ahora,  de un fuerte “complejo de derecha”  en que históricos partidos y dirigentes vanguardistas han sucumbido a las ideas del capitalismo salvaje, como que se han rendido a la convicción de que las demandas sociales y la justicia con un peligro para la estabilidad de la economía, el crecimiento y la paz social. Dirigentes que ya se comieron enterita la pretensión de que nuestro país está para “competir en las grandes ligas” y, en ningún caso,  proponerse un camino de integración con nuestros países vecinos. Por lo mismo es que, a la hora de la demanda boliviana por una justa salida al mar,  los consensos con la Derecha también operan para volver a apelar a las FFAA, hacerlos garantes de nuestra soberanía, incrementar el gasto militar y pegarle un portazo a la justicia internacional.

Una clase política que de tanto vivir a contrapelo con lo que pensaba ha terminado pensando realmente como vive. Plenamente satisfecha en la connivencia con los amos de la economía e infantilmente autocomplaciente con el reconocimiento que se les hace a nuestros gobiernos desde los Estados Unidos en cuanto a ser los más dilectos del imperio en América Latina. Cúpulas partidarias que se ufanan de aparecer en la Vida Social de ese diario que hace cuatro décadas tildaban de mentiroso y cuyos editoriales han convertido en el catecismo de lo posible, de lo que se debe hacer a espaldas, por cierto, del desencanto popular.

Ideas de derecha sembradas por la Dictadura que también han logrado entronizarse en instituciones que alguna vez fueron señeras por sus compromisos de cambio y justicia social. Que se han encarnado en las expresiones y temores de los dignatarios eclesiásticos y otros referentes espirituales e intelectuales. Que han corrompido el deber ser de las universidades; alimentado la práctica del consumismo y destruido en muchos jóvenes los valores de la solidaridad. Sepultando el ideal  ético del bien común.

Un complejo de derecha que penetra hasta los hogares de los más humildes y segregados.   Que llega hasta pervertir  ideológicamente a los jóvenes idealistas que son atraídos  por el sistema hacia las cúpulas de la política. Ciertamente que para alejarlos de la acción social y de las ideas progresistas que felizmente se abren sitio, otra vez,  en el seno de los explotados e indignados.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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