Parece una pregunta retórica. Y hace treinta años, sin duda, lo habría sido. Sin embargo hoy es una inquietud de un realismo y simplicidad apabullantes. Basta con echarle una mirada al mundo. Las protestas de Europa, Asia, África o América Latina, no llevan implícito el final revolucionario cuyo germen era la lucha de clases.
Aspiran a un rescate de instituciones o al remozamiento estructural de éstas. Nada más. Aspiraciones de reformas que vayan más rápido que lo que el poder permite o corrompe.
En esto no hay nada nuevo. Es cuestión de analizar el escenario social medianamente datado hasta el momento y se verá que el panorama ha sido más o menos el mismo en los últimos cinco mil años, a lo menos. Los cambios han ido por el avance científico y la evolución valórica y ética. Cuestión que no es menor, pero que nunca ha amenazado a las bases de una estructura en que se impone la ley del más fuerte. Y esto no sólo en el ámbito humano, también en cualquier resquicio natural que se mire, ya sea de los reinos animal o vegetal.
Esto ha sido lo que ha llevado a muchos conservadores recalcitrantes a sostener que la ley divina es la que justifica las diferencias entre ricos y pobres. Olvidan, entre otras cosas, que lo que diferencia al ser humano es su capacidad para intervenir en su propia evolución.
Pareciera que las aspiraciones de un mundo mejor, que cambiara desde los elementos primordiales de los entendimientos sociales es, y ha sido, una ingenuidad adolescente. El deseo sigue siendo legítimo, pero la realidad se muestra brutal al respecto. Las grandes revoluciones han terminado en fracasos rotundos o en cambios morigerados por un poder que rápidamente se acomodaba a los nuevos tiempos. La Revolución Francesa dejó grandes legados que permitieron pasar del feudalismo al capitalismo, para abrir una senda al liberalismo. Pero, sólo con mitigaciones, las desigualdades continuaron. La Revolución Rusa parecía que iba a ser el punto culminante de este deseo del mundo mejor. Una parte importante del planeta siguió ese camino. Bastaron setenta años para que quedara claro que el mundo mejor no era más de un deseo mal llevado a la práctica y con visiones valóricas conservadoras que estaban a la altura de las de sus oponentes ideológicos.
Hoy, el neoliberalismo campea y los postergados de ayer siguen siendo los postergados de hoy. Los índices de pobreza no han bajado y los guarismos muestran claramente que la desigualdad ha aumentado de manera aberrante. Un dato: las 85 personas más ricas del mundo suman el mismo dinero que poseen 3.570 millones de seres humanos, que son la mitad más pobres que habita el planeta. Los datos pertenecen a la ONG Oxfam Intermon.
Esta mirada fugaz a la realidad justificaría acciones políticas como las que se llevan a cabo hoy en Chile. Las reformas tributaria o educacional partieron, desde su anuncio, acotadas por el freno de “en la medida de lo posible”. Se enmarcan en la evolución necesaria para “hacer más competitivo al país” y en el espíritu reformista que empuja a mejorar un área que en un tiempo se consideró un derecho y hoy es sólo un negocio. El ciudadano, bajo el imperio de una dictadura, se le arrebató el derecho y se trocó en sólo un cliente más.
Hasta allí, todo comprensible, lamentable, pero comprensible. Sin embargo, al ciudadano común no se le habla con franqueza. No se le dice que la “reforma estructural” no será tal. Que se tratará nada más que de un cambio de maquillaje que, se espera, tenga resultados positivos para quienes están en desventaja en la sociedad chilena. Y también se miente cuando se presenta un acuerdo, con la derecha económica y política, como un “gran” avance en beneficio de los más humildes.
Basta observar cuáles son las edificaciones que mayor crecimiento han tenido en los últimos años, para comprender que la educación y la salud son un estupendo negocio. Ambas áreas son derechos inalienables de los componentes de las sociedades modernas. Y pretender rescatarlos no es apuntar hacia una revolución, sino sólo llevar al país al lugar que le corresponde. A un lugar en un mundo que, después de la segunda guerra mundial, estableció los Derechos Humanos. Y eso no fue una concesión gratuita del poder. Millones de muertos la avalaron.
Está claro, en el gobierno nadie pide una revolución. Sólo algunos lo hacen afuera. Pero el ciudadano común tiene, al menos, el derecho a conocer la verdad de lo que le ofrecen y a exigir que no se le mienta. Tal vez hoy, pedir eso suene revolucionario. Aunque en realidad no es una exigencia desmesurada, el poder es mezquino.
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