En mi entorno laboral, descubro a dos personas vinculadas en el pasado mediano con servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Uno de ellos, ni siquiera lo niega; el otro dejó de hablarme sin que hayamos tocado el tema directamente.
El más joven, es simpático, servicial, víctima de su pasión por varias mujeres al mismo tiempo y cero remordimiento por lo hecho en dictadura.
¿Cuál era su labor en la CNI?
Falsificar cédulas de identidad y pasaportes. Según sus palabras, labores de oficina; nada de torturas e interrogatorios.
Escribí, no muy lejos de su alcance, que la tarea quizás inocente a la distancia, era asaz peligrosa. Un documento, de los que tan minuciosa y prolijamente elaboraba, bien pudo servir para que un sicario saliese del país e hiciera volar por los aires a un ciudadano chileno considerado peligroso por los golpistas.
¿Por qué no?
O para un norteamericano presto para asesinar a un general opositor o a un ex canciller en capitales de una de las Américas.
En consecuencia bien distante estaba de ser su tarea tan inocente y limpia de sangre.
Personas como la mencionada me saludan y uno se sorprende incluso hasta echando la talla con ellos en la rutina cotidiana.
Hasta que uno recuerda y recula.
El otro, tenía una pensión donde alojaba a personal de la CNI, de paso por Magallanes.
Pongo las manos al fuego que no venían a bañarse en las gélidas aguas del Estrecho ni al chapuzón anual, parte de los festejos invernales. Más cercano estoy de pensar que su presencia la justificaban para informarse de si hombres de armas seguían leales, dónde concurrían en el supuesto que fueran a lugares ilícitos como prostíbulos para chantajearlos en caso de necesidades de servicio.
Asimismo para capturar a un individuo que se les filtró en otro lugar del país en las tantas operaciones peineta.
Puedo imaginar que al propietario del hostal le era difícil negar la pieza a un agente, pero también dejo lugar a la duda del por qué se dejaban caer justo en su casa y no en otra. ¿Mera empatía?
Una dama me propone un trabajo conjunto de tipo cultural. Su padre, cardiólogo, era quien frenaba la tortura cuando el sujeto estaba agónico o franqueaba la continuidad si la persona podía ser estrujada a costa de picanas, parrillas, imersiones o devorar sus propias heces para que delatara si aún le quedaba algun a información oculta o que sus captores deseaban que lo fuera.
Aquí la cosa se complica por cuanto la hija del doctor no es culpable de las acciones del energúmeno, el asunto se trastorna cuando los herederos justifican los apremios. Esperamos que no ocurra.
Lo cierto es que desde el extremo sur al extremo norte, de una forma otra nos toca convivir con individuos que a lo Chapulín, “sin querer queriendo”, se ganaban la vida poniendo en peligro la ajena, en circunstancias que sus talentos pudieron ponerlos al servicio de una agencia de publicidad o de u turismo inocente y no de la represión.