Si bien conocemos los resultados macroeconómicos de la minería en Chile, poco sabemos sobre el impacto de esta actividad en territorios proveedores de minerales o que están involucrados directamente en la cadena de explotación y exportación. Estos territorios están sufriendo importantes transformaciones en sus economías, formas de vida y paisajes, siendo muchas veces escenarios de importantes conflictos dado que en ellos suelen concentrarse las principales externalidades negativas que genera la industria. Sin embargo, no conocemos con claridad cuáles han sido estos cambios y hacia dónde apuntan.
La principal preocupación se relaciona con la caída en los precios del cobre y el aumento en los costos de la industria, que está implicando una disminución en el aporte de la minería en el PIB y en los ingresos fiscales, pero no tenemos claridad sobre cómo estos cambios afectan a los territorios mineros. Si bien en los últimos años ha ido disminuyendo el aporte de la minería en el PIB del país, este sigue siendo importante (11% en el 2013) y lo mismo ocurre con los ingresos fiscales que genera la industria, donde se estima que el 2014 el aporte de Codelco y la minería privada será de US$5.590 millones (equivalente al 68% de lo que se espera recaudar con la reforma tributaria). Existen expertos e instituciones dedicadas a estudiar la industria minera y sus efectos en la economía por su rol fundamental, pero, existe un vacío de conocimiento respecto a los cambios económicos, sociales, medioambientales y culturales de los territorios relacionados a su explotación.
Vacíos que en muchos casos se llenan con información parcial, fomentando la generación de expectativas y desconfianza entre las comunidades, grandes empresas mineras, gobiernos locales y el Estado. Contar con una visión compartida sobre los efectos que generan las grandes inversiones mineras en los territorios, es un requisito para identificar, analizar y resolver las problemáticas sociales que definen los conflictos que en ellos se desencadenan, por lo que cumple un rol central para sostener juicios claros y plantear la necesidad de generar políticas públicas en función de una relación más adecuada entre minería y territorio.
La mayoría de los estudios que se desarrollan analizan los efectos medioambientales de la minería en las zonas de explotación. Sin embargo, incluso en estos casos, los resultados que arrojan provocan sospechas en distintos actores, los que dudan de su veracidad, fundamentadas por el choque de intereses entre las comunidades y quienes financian y ejecutan los estudios; en varios casos son las empresas mineras, que contratan a un grupo de científicos o consultoras, mientras en otros casos las sospechas recaen sobre las instituciones del Estado. A esto se le debe sumar el hecho de que la mayoría de estos estudios se realizan una vez desatados los conflictos y no de manera previa, lo que aumenta la desconfianza respecto a sus resultados.
Existe una deuda en la generación de conocimiento sobre los efectos de las grandes inversiones mineras, este debe ir más allá de hacer frente a los conflictos que se generan con las comunidades permitiendo conocer el panorama no solo desde el punto de vista de los efectos ambientales, sino también desde lo socioeconómico y cultural. En la medida en que no se identifiquen entidades adecuadas para llevarlos a cabo, se corre el riesgo de que sus resultados sean leídos con recelo. Por ejemplo, las mineras realizan un esfuerzo por mostrar que parte importante de sus trabajadores son habitantes de las zonas donde se sitúan los yacimientos, para lo cual contratan a empresas consultoras y centros de estudio como un árbitro externo que pueda dar cuenta de ello. Nuevamente, la poca independencia de este tipo de instituciones, incapacita que la información que levantan pueda transformarse en conocimiento que sirva como insumo en los diálogos necesarios para enfrentar en base a la confianza los conflictos que se desatan.
Entonces, el primer desafío es identificar a los actores adecuados para hacerse cargo de esta tarea. Más allá de quiénes los financian, se deben generar sistemas de aprendizaje y estudio que logren demostrar que sus resultados se mueven con la suficiente libertad para generar interpretaciones que puedan respaldar o perjudicar los intereses de las inversiones mineras. Deben ser entidades con credibilidad, neutrales y con reconocimiento las llamadas a generar la información para un diálogo argumentado. Sólo sobre este escenario existirán herramientas que nos permitan comprender qué genera la gran minería en los territorios, qué explica y cómo deben abordarse los conflictos que en ellos se desatan, y cómo el Estado y las políticas públicas deben hacerse cargo de los problemas sociales y económicos que allí se desarrollan.