Recientes encuestas y artículos de prensa han centrado su interés en el mayor o menor grado de conocimiento que tienen los ministros por parte de la ciudadanía. Sin embargo, esos datos se acercan peligrosamente a una lógica de farándula al no medir el grado de satisfacción con el accionar ministerial.
Si cada habitante adulto de nuestro país prestara un mínimo de atención al sinnúmero de investigaciones de mercado, encuestas, ranking y demás estudios de opinión, probablemente su vida cotidiana sería más tensa. La proliferación de estos instrumentos de medición no solo hacen referencia a los más variados aspectos de la vida, sino que pretenden –y sinceremos el asunto- influir en las opiniones y las conductas de las personas. Esas miles de personas que livianamente se reducen al concepto “opinión pública”.
Encuestas recientes y artículos de prensa han centrado su interés en el grado de conocimiento que tienen los integrantes del gabinete del actual gobierno por parte de la ciudadanía. Nada extraño si se considera que en las contiendas electorales el conocimiento de los votantes es un paso previo indispensable para ser electos. Pero es apenas eso: el paso previo. La diferencia es que los gobiernos ya fueron elegidos y su misión fundamental es llevar adelante su programa, satisfacer las necesidades y demandas ciudadanas y lograr que los destinatarios de las políticas públicas las conozcan, las entiendan y las aprovechen.
Son los contenidos de las políticas y programas los que deben ocupar el espacio medial; es la forma en que esos contenidos se explican lo verdaderamente importante y no la popularidad del vocero.
Es incuestionable que el debate público requiere de los medios de comunicación, en la medida que éstos influyen directamente sobre la opinión pública. Lorenzo Gomis afirma que si aparece en mayor número de medios de comunicación, de manera más destacada y con mayor precisión en los contenidos, el hecho aumenta su repercusión, eleva el nivel de recordación y favorece la adecuada interpretación de los hechos.
Si aceptamos la premisa anterior, el rol de los medios parece indiscutible, entonces. Particularmente en momentos en que la discusión en nuestro país se centra en una serie de cambios profundos y relevantes, que requieren de una adecuada comprensión ciudadana para llegar a ser algo más que otro proyecto devenido en Gatopardo. Pero son los contenidos de las políticas y programas los que deben ocupar el espacio medial; es la forma en que esos contenidos se explican lo verdaderamente importante y no la popularidad del vocero.
En los medios de comunicación los diferentes actores políticos pueden y deben apropiarse de los temas de discusión y hacer valer sus ideas, políticas y programas. No son menos relevantes los atributos comunicacionales de quien explica esos planes, claro está. Pero lo anterior dista bastante de entrar en el juego del ranking de popularidad, basado en la cantidad de apariciones de las máximas cabezas ministeriales en los medios de comunicación.
Los “grados de conocimiento” a que aluden las encuestas y algunos medios de comunicación no solamente resultan engañosos, en la medida que no aluden al grado de satisfacción con el accionar ministerial, sino que se acercan peligrosamente a la lógica de farándula –esa que indica que no importa qué es lo que se diga, lo que importa es aparecer-. Y hay un peligroso paso entre buscar desesperadamente el conocimiento público hablando de lo que sea en cualquier espacio y la banalización de la actividad pública.