Crecer en ausencia

  • 12-09-2014

Quizás fue la voz de Víctor o su guitarra, que me llegó hace unos pocos minutos por mano atenta, que se me dio por pensar (una vez más) en el vacío inmenso que nos aqueja todos los días, desde hace 41 años. Estaba decidida a no escribir este año porque también uno siente, a veces, que lo mejor es callar. Quiero decir: estaba decidida a no escribir sobre los temas que, en septiembre, nos convocan a quienes repudiamos el golpe de Estado de 1973. Pero, sobre todo, a quienes celebramos la gesta de la Unidad Popular. Su visión de país. Su lucha generosa. Y escuchando la voz de Víctor, su guitarra, en su interpretación de la Canción del Árbol del Olvido, se me desarmó el corazón (una vez más) al pensar en todas las canciones que no interpretó, en las que no compuso, en los conciertos que no dio, y en el público que venimos escuchándolo en ausencia desde hace 41 años. Mi edad.

Hace unos años, un amigo, en una presentación de libro, mencionó esa seguridad y esa felicidad que él tenía de “haber crecido entre gigantes”. Por gigantes se refería a la generación de sus padres, gente de izquierda, cuando la palabra tenía un sentido y no había que explicarla tanto. Y de pronto, quizás porque Víctor me estaba diciendo que se olvidó de olvidar, se me vino –clarita– la imagen del árbol que crece. Pero para que crezca un árbol hacen falta condiciones. La tierra tiene que nutrir y tiene que haber agua. Tiene que haber sol. Y si el árbol está en un jardín tiene que venir un jardinero a ocuparse. No un día sino muchos días. Hay que desmalezar, podar. Hay que mirar también (yo conozco a un jardinero que con su pura mirada hizo crecer árboles hermosos, delicados y fuertes). Esa mirada es necesaria. La mirada junto con el “saber hacer” todas las cosas.

Como cualquier persona de mi generación, yo tengo entrañables amigos que crecieron en ausencia de uno o de ambos padres. Esa ausencia no los hizo ni mejores ni peores. Pero los hizo diferentes. Los hizo diferentes a lo que habrían podido ser en otras circunstancias. Porque para que crezcan los arbolitos que llamamos personas hace falta padre y madre. Porque no es lo mismo, no puede ser lo mismo crecer en medio de una dicha que en medio del quebranto. Esos amigos míos se han pasado la vida tratando de que la tristeza no fuera el único legado. Y hasta han hecho profesión de construir felicidad en torno a ellos cada vez que han podido (no siempre se puede). Y siendo que la ausencia los afectó a ellos de manera brutal y fue a meterse en sus casas, en sus días, en sus noches, salió por la ventana y se metió en otras casas, incluso en las casas de los que teníamos padre y madre. Pero a lo mejor no algún tío, alguna tía. A todos o a muchos, nos falta alguien. No solamente porque se asesinó, porque se torturó, porque se hizo desaparecer, porque se condenó al exilio sino también porque cada una de esas acciones tuvo también como efecto el disgregar a las personas. Dentro y fuera del país. Desde ese punto de vista, todos (muchos) fuimos exiliados de la patria que se quiso construir.

Y es que no puede ser lo mismo. No. No puede ser lo mismo crecer con Víctor que crecer sin Víctor. Pero a Víctor no le gustaría que uno aislara así su nombre. Entonces no hay que aislarlo. No puede ser lo mismo crecer en medio de un pueblo fuerte y generoso, que en medio de un pueblo herido, luchando por sobrevivir. Nos faltan trabajadores. Nos falta gente humilde que no fue a la escuela y que sin haber ido a la escuela tenía la sabiduría de los que luchan todos los días en pos del bien de los demás. La sabiduría del pueblo que hizo posible la Unidad Popular. La sabiduría, el “saber hacer” de todos los que conocemos porque su nombre trascendió y de todos los que no conocemos, porque no es tarea simple conocer todas las vidas que se vieron truncadas por esa mano asesina que irrumpió en nuestro país un 11 de septiembre.

Por eso, cuando se piensa en la manera en que este otro árbol que es la sociedad chilena ha venido creciendo, no puedo uno no darse cuenta de que ese árbol corre el riesgo de quedarse chiquito. De no cumplir con la promesa (¿o deber?) de ser árbol fuerte y que ampare. Porque los árboles amparan. Día a día uno los puede ver y sentirse feliz porque algo en este mundo trasciende, puede más, llega más alto y… como cantaba Yupanqui… da sombra… “a los cansaos del camino”. Y si el árbol es chiquito, ya que también hay árboles que son chiquitos, porque esa es su naturaleza de árbol, también tiene que cumplir con su propia promesa (¿o deber?) de dar frutos: de ser limonero, de ser olivo, de ser ciruelo.

Entonces, en medio de esta enorme tristeza en la que hemos crecido los que hemos crecido (más, menos, a los tumbos) dan ganas de decir: no alcanzan. No alcanzan los gestos. No alcanzan los símbolos. Hace falta el “saber hacer”. Hace falta la voluntad de hacer. Hacen falta jardineros. Jardineros de país capaces de regar con sabiduría, coraje y generosidad, a las nuevas generaciones, a los que hoy están creciendo. Para que la tristeza no sea el único legado. Para que la ignorancia no sea el único legado. Para que la dispersión no sea el único legado. Para que el esfuerzo de los irreductibles luchadores que no se murieron pueda dar todos sus frutos. Para que la idea misma de felicidad vuelva a tener un sentido. Pero no la felicidad a la manera de un cartel publicitario. La felicidad que da el trabajar en conjunto por el bien de un conjunto. Para que cada uno pueda cumplir con sus promesas. Para que el recuerdo de los ausentes se transforme en presencia, agua y tierra de los que seguirán creciendo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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