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Columna de opinión por Vivian Lavín A.
Domingo 5 de octubre 2014 9:33 hrs.


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¿Cómo se enseña la dignidad? ¿Cómo se adquiere la dignidad? Son preguntas que surgen cuando, por ejemplo, quienes aún necesitando algo lo rechazan, por esa “gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse”, como la define la RAE. Esa “excelencia” en una línea de conducta, apegada a una moral que impide aceptar, por ejemplo, un regalo de quien se desconfía o peor, produce repugnancia. Como rechazar un premio nacional de arte simplemente, porque no se quiere estar vinculado a quienes lo conceden, aun cuando lleve el apellido de “estatal” que aun queriendo señalar que somos todos, sabemos se vincula a quienes detentan el poder del Estado en un preciso momento. Es el caso de Moshe Gershuni, el artista israelí más importante de las últimas décadas y debo confesar, de quien no sabía nada antes de ingresar a la Neu Nationalgalerie en Berlín. Es la primera vez que un artista de esa nacionalidad expone en solitario en ese emblemático museo y lo será por muchos años más, cuando el edificio que lo alberga, cerrará sus puertas en pocos meses hasta no se sabe cuántos más, quizás años, para ser remodelado.

Gershuni es profesor de arte en Israel y un artista radical. Siguiendo los preceptos del judaísmo, no pinta figuras humanas, pero sí se atreve a inscribir dentro de sus cuadros la estrella de David, una suástica y también una bandera palestina ondeando en la negrura. Gershuni rechazó el Premio Nacional de Artes que le concedió el Estado de Israel, hace más de una década, porque se negó a darle la mano a Ariel Sharon o a cualquiera de sus ministros. Aquejado del Mal de Párkinson, a sus 78 años, este artista fue el que tanta polémica causó en la Bienal de Venecia hace un tiempo, cuando a una fuente de agua prístina que engalanaba el pabellón israelí le fue vertiendo pintura roja hasta convertirlo a los ojos de los visitantes en un baño de sangre…que cada uno saque sus conclusiones.

El museo que ha acogido a Gershuni es en sí una obra de arte, un edificio concebido por el gran arquitecto alemán Mies van der Rohe y cerrará su puertas, también por una cuestión de dignidad. Porque ya no puede seguir llamándose como se llama sin cumplir su cometido, esto es dar cuenta del arte del siglo XX y XXI, porque ya no caben las colecciones en su actual casa. Por esto, ha debido prestar gran parte de sus obras a otros museos y galerías y, a partir de 2015, cierra sus puertas para convertirse en lo que está llamado a ser: el museo del Arte Contemporáneo de Berlín, un título que allí se entiende en el amplio sentido de la palabra y no de manera restrictiva, como acostumbramos nosotros. Si cumplir con esa misión significa perder millares de euros, no es lo importante. Lo central es ser ese gran Museo, que el mismo Van der Rohe fundara en 1968, por muchos años más. Una dignidad que no solo tiene el Museo y quienes lo dirigen, sino que es compartida con los artistas que exponen, los que tienen que estar en sus bodegas esperando el turno para subir a la sala y quienes lo visitan. La dignidad también se le reconoce a un público que merece el mejor museo que la ciudad de Berlín pueda darle…imposible no pensar en nuestra realidad, cuando nuestro Museo de Arte Contemporáneo a duras penas se sostiene en un edificio añoso y estrecho, y que a pesar de tener una sede en la Quinta Normal, le faltan recursos para exponer como los artistas lo requieren, con el espacio, tecnología y seguridad adecuados.

Demasiado acostumbrados a la indignidad de tener que mendigarle premios nacionales al Estado, los chilenos aceptamos que nuestros museos, los republicanos, los que cargan con una historia y tradición centenaria, se caigan a pedazos. Sin embargo, nos embobamos cuando en ciudades europeas visitamos a sus pares.

En Berlín, se cierra un museo completo por años o se deja de presentar la más famosa obra de arte de uno de ellos, como el Altar de Pérgamo, en el Museo que le da el nombre, para refaccionarlos y poder recibir con dignidad a sus también dignos visitantes.

En Chile, en cambio, una de las mayores obras de la artista y precursora del arte cinético en Chile y Latinoamérica, Matilde Pérez, fue desechada por el entonces moderno y hoy pasado de moda centro comercial Apumanque, que la tenía decorando de manera espectacular su frontis…El Estado no tuvo la inteligencia para adquirir esa magnífica pieza de arte cinético y lucirla como se merece, en un Museo de Arte Contemporáneo a su altura. Tampoco tuvo la lucidez de concederle el Premio Nacional… menos mal. El Estado de Chile no era digno de Matilde Pérez.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.