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Financiamiento público sin componendas

Columna de opinión por Yasna Lewin
Martes 7 de octubre 2014 9:22 hrs.


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En 1981 el fisco alemán detectó una gigantesca operación de soborno perpetrada por el empresario Friedrich Karl Flick, que involucró a todos los partidos de la entonces República Federal Alemana. Amparado en una norma que eximía de impuestos a las utilidades reinvertidas en “actuaciones que promocionen el desarrollo económico” (una suerte de FUT germánico), Flick se ahorró 450 millones de euros, por el pago de impuestos sobre una millonaria venta de acciones. El magnate había “reinvertido” dos tercios de los beneficios de la transacción en pagos a políticos de todos los partidos representados en el Bundestag (parlamento), incluidos los ministros de Economía que le autorizaron la franquicia. El escándalo dio lugar a una batería de reformas legales que, gracias al financiamiento público y permanente de la política, terminaron convirtiendo la democracia alemana en una de las más transparentes del mundo.

Al igual que el caso Flick, en el año 2003 el llamado MOP-gate generó un acuerdo político para la modernización y transparencia del Estado, que estrechó las manos del entonces presidente de la UDI, Pablo Longueira, y el ministro del Interior de la época, José Miguel Insulza. La gran diferencia entre aquel arreglo y el caso europeo es que en Chile casi no se tocó la espuria relación entre política y dinero. Lo que realmente se corrigió fue el sistema de selección y remuneraciones de los directivos del Estado y el uso discrecional de recursos gubernamentales como los gastos reservados, que solían desviarse a los partidos oficialistas.

Tras el mito de un acuerdo, lo acontecido a mediados del Gobierno de Ricardo Lagos fue la imposición de nuevas condiciones, altamente desfavorables para las arcas de una coalición de Gobierno que, además, estaba moralmente desplomada después de los escándalos de las coimas, el MOP-gate y los sobresueldos.

Las normas establecidas en el “acuerdo” sanearon ciertos focos de corrupción en el Estado, cerrando la llave de recursos gubernamentales a los partidos oficialistas. Además, despojaron a la Concertación de un millar de cargos del Estado, denominados de alta dirección pública, que dejaron de servir al clientelismo oficialista y quedaron sometidos a concursos públicos, frente a un “jurado” –el Servicio civil- integrado por igual número de representantes de gobierno y oposición.

Por la contraparte, las fuentes de recursos de la derecha quedaron intactas, pues el maquillaje acordado para el sistema de financiamiento de la política sólo legitimó el grotesco flujo de donaciones del sector privado a los candidatos de la UDI y RN y consagró un mecanismo formal pero no real de control. Allí están las estadísticas de las donaciones reservadas, mayoritariamente en beneficio de la derecha, sin contar el dinero mal habido que comienza a investigarse con ocasión del Penta-gate.

Aquel mismo año 2003, los partidos de la Concertación y el PC obtuvieron cierto alivio financiero gracias a la concreción de la Ley de restitución de bienes confiscados durante la dictadura, que les permitió hacer frente por un tiempo a la pérdida de recursos del Estado.

Pero los años han pasado, no tan rápido como avanza el descrédito de la política. La escasa proporcionalidad de la representación popular que impone el sistema electoral binominal, al empatar en el Congreso mayorías con minorías, se termina de distorsionar a través de algunas obscenamente millonarias campañas políticas de candidatos con convicciones afines a la gran empresa.

El desbalance de las donaciones es por sí solo desvergonzado, pero si además se basa en fraudes tributarios con cargo a todos los chilenos, resulta simplemente intolerable y, sobre todo, impermeable a cualquier componenda que pretenda detener la investigación judicial.

Pero no es lo mismo un acuerdo que eche tierra al Penta-gate que una agenda de fortalecimiento de la democracia, que aproveche las evidencias del envilecimiento de la política chilena, para adoptar un sistema de financiamiento público permanente, como el que existe en casi todas las democracias de Europa occidental.

En Chile, además de carecer de mecanismos de control, el financiamiento público de la política se restringe a las campañas electorales, minimizando el papel del sistema de partidos en la gobernabilidad democrática. Por otra parte, las donaciones de empresas no hacen más que privatizar la toma de decisiones públicas, sometiendo a los representantes populares a los intereses específicos de quienes los financiaron. Por si fuera poco, el enorme peso del financiamiento privado en la política genera una distribución inequitativa de los recursos y establece barreras de entrada para sectores no deseados por la industria.

La única salida a este embrollo será una reforma profunda al sistema que, sin transacciones de cocina, establezca un financiamiento público permanente y libere a la política del yugo del dinero.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.