Desprivatizar los procesos electorales

  • 20-10-2014

Con el destape del “Caso Pentagate” quedaron a la vista, con causales que pueden llegar a sanciones penales, dos realidades que por la mayoría de la población son sabidas: a) en Chile parte importante de los políticos reciben cuantiosas sumas de dinero desde los bolsillos de los grandes grupos empresariales y b) la evasión de impuestos es una práctica que cuenta con múltiples redes de posibilidades entre los recovecos de la normativa tributaria que terminan beneficiando a esos mismos grupos.

De novedad, eso no tiene nada.

Pero lo que hace que este caso impacte a tal nivel, no es solo la envergadura del ilícito, sino que también la existencia de un contexto que impide dejar este caso bajo el tapete. El aumento del desprestigio y lo niveles de impugnación al quehacer de los electos, acompañado de la emergencia de nuevos actores alejados de la colusión existente entre los intereses empresariales y su labor, ha permitido que este caso se convierta en parte sustantiva del debate político nacional de estos días.

Frente a esto es de vital importancia que el proceso de investigación se haga buscando desenmarañar toda la red de corrupción y colusión económico-política que se ha entretejido, pero también –y más relevante aún– que los cambios a la legislación para los procesos eleccionarios sean tan profundos como lo es hoy el escándalo.

En función de este segundo punto, hasta ahora los énfasis han estado puestos en la necesidad de transparencia y en la forma en que se restringen y fiscalizan los aportes privados. Ambos aspectos, si bien constituyen avances, son profundamente insuficientes si lo que debemos lograr conquistar es la desprivatización de los procesos electorales.

Nadie se atrevería a poner en duda lo decisorio que terminan siendo los recursos dispuestos en una campaña electoral, ya que pese a la existencia de algunas excepciones bastante conocidas por su marginalidad en relación a la norma, lo que permanentemente ocurre es que las brechas de financiamiento establecen una primera y determinante diferenciación entre los candidatos competitivos y los no competitivos.

En un país que ha sufrido por décadas un profundo proceso de despolitización orquestado por sus gobernantes, en donde los proyectos y afiliaciones militantes pesan muchísimo menos que los ofrecimientos directos a líderes vecinales a cambio de llenar furgonetas el día de la votación, o que la cantidad de carteles, mejores publicistas y nombres conocidos, hace que el dinero tenga un peso determinante, y que por tanto quienes ostentan dichos recursos, tengan más poder e injerencia que quienes no lo hacen.

La despolitización de la sociedad va de la mano de la privatización de los procesos electorales, los cuales en vez de ser espacios de decisión democrática, son procesos con dueños y  administradores, transformando a los partidos políticos en cascarones vacíos que funcionan como maquinarias electorales en tiempos de elecciones y empresas de lobistas y clientelistas en periodos de gobierno.

En este contexto, la transparencia no es un factor que permita erradicar el rol diferenciador del dinero en los procesos eleccionarios. La difusión de los gastos e ingresos es absolutamente menos influyente y mediatizada que los spot de marketing político, y no logra contrarrestar el poder que da el dinero para acceder a las herramientas que permiten existir como posibilidad de elección entre los votantes.

Por su parte, la restricción de las donaciones de privados eliminando los Aportes Reservados y prohibiendo la donación de empresas, es efectivamente un avance pero aun así es insuficiente, ya que ataca sólo una parte del problema que dice relación con el origen de los dineros, sin hacerse cargo de las diferenciadas sumas de recursos entre las candidaturas, que es lo que en definitiva, impide una competencia democrática.

Para lograr desprivatizar las elecciones, haciendo frente a los magnates electorales, y con ello que éstas contribuyan a repolitizar la sociedad –y, por consiguiente, a democratizarla–, se requiere cambiar la lógica de financiamiento mixto de las elecciones, y asegurar un proceso con financiamiento único, igualitario y público.

No basta con enfatizar solo en el financiamiento público de las campañas como fuente de origen, ya que basado en criterios de rendimiento electoral–tal como hasta ahora-, se vuelve parte del problema. El dinero entregado por el Estado por concepto de aportes electorales o devoluciones es una suma cuantiosa de miles de millones de pesos.  Cada voto nos cuesta, a todos los chilenos y chilenas, alrededor de $685, sin contar además todos los gastos en los que se debe incurrir desde los gobiernos locales por limpieza y fiscalización, como a su vez a nivel nacional por espacios televisados. Por tanto, el problema no es sólo quién financia sino que también, la forma en que estos dineros de distribuyen entre los candidatos.

Si la repartición es desigual, complementada con aportes privados y con gastos electorales desproporcionados, los recursos -sean o no fiscales- no contribuye a romper el circuito de un proceso electoral antidemocrático.

Lo que pasa con la entrega de recursos fiscales a las candidaturas es tan vergonzosamente desigual como lo que ocurre con los tiempos de televisión para las franjas electorales. Las maquinarias que llevan años compitiendo tienen asegurados cuantiosos recursos provistos por todas y todos nosotros, mientras por su parte, los nuevos partidos y candidatos independientes son condenados a la marginalidad. Una distribución antidemocrática como ésa, es normanda por leyes hechas por los mismos que luego reciben estos fondos para perpetuarse como dueños de la política nacional.

Por tanto, el financiamiento público no es una solución en sí misma si no va acoplada a una dimensión de igualdad de condiciones materiales garantizadas. Transparencia, fiscalización, término de los aportes reservados, pero por sobre todo una nueva legislación electoral que parta del principio que el máximo permitido del gasto electoral por candidato esté asegurado por el Estado y sea igualitario, sin existencia –ni necesidad- de aportes privados. De existir este tipo de financiamiento, necesariamente se apuesta a su vez a campañas electorales más austeras, que cambien la hegemonía de los publicistas y el marketing político, por las ideas y redes de organización.

Lamentablemente, y pese a lo necesario que se torna este cambio, sabemos que una medida como esta es una soga al cuello para los actuales gobernantes y que atenta a uno de los motores estructurantes del sistema electoral actual en el cual ellos se han perpetuado. Por tanto, no hay que tener esperanzas ingenuas de que sea posible que algo como esto se apruebe durante este periodo sino lo empuja una fuerza renovadora que no tenga intereses imbricados en este sistema actual. Así, pese a lo que se pueda avanzar, lo más probable es que los procesos electorales cercanos sigan privatizados y por tanto igualmente injustos.

La buena noticia, es que si bien el poder del dinero es grande, los procesos de cambio impulsados por los sectores populares y mayoritarios de las sociedades que han sido capaces de dar saltos democráticos y refundacionales en el mundo, lo han logrado contrarrestar el con la fuerza popular organizada.

En definitiva, no habrá una desprivatización del sistema electoral sacando a sus dueños y administradores, sino es de la mano de un proceso de empoderamiento social que ha de corroer todos los espacios en los que por décadas se han anquilosado y acomodado los grandes grupos empresariales, los funcionarios de las maquinarias electorales y los lobistas de profesión.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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