Dolor de bolsillo

  • 20-10-2014

Este fin de mes se realizará un cónclave de las seis ramas de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), para  “definir cuál es su rol en el siglo XXI”, dijo el presidente de la organización, Andrés Santa Cruz, quien también explicó que “hay una realidad social y política distinta, donde los actores sociales tienen un rol que cumplir”.  ¿A qué realidad se referiría? ¿Qué nuevo rol tendría en mente?  Algo anticipó en la jornada de furia que aquejó al líder empresarial unos días antes de este anuncio, cuando reprochó a “ciertos personeros” de “denostar” a su sector y “demonizar el lucro”.

El tono agresivo de los dirigentes empresariales ha ido subiendo decibeles en la medida que se van sucediendo los escándalos del caso Cascadas, la colusión de las avícolas y el Penta-gate.  Pero también responde a la merma de utilidades sufrida por la desaceleración de la economía, a causa de aquello que el Fondo Monetario Internacional denomina la “nueva mediocridad” de las economías emergentes;  ese concepto tan lacerante  citado por el Financial Times para aguarle la fiesta al Gobierno en Londres, durante su gala del Chile Day.

Hay un agudo dolor de bolsillo que podría hacerse crónico en el escenario de derrota que aflige a las grandes fortunas nacionales, por su virtual pérdida de hegemonía ideológica, sus brotes de descomposición moral, una desaceleración que les cierra negocios y la amenaza contra sus prácticas contemporáneas de cohecho sobre los representantes de la soberanía popular.

Como nunca en los últimos 40 años, las ideas ultra liberales han dejado de dominar el discurso de las elites chilenas y algunos feligreses del mercado neoclásico comienzan a comulgar en templos alternativos.  No en vano, el viernes pasado, en un seminario del Instituto Libertad y Desarrollo, la columnista del Wall Street Journal, Mary Anastasia  O’Grady, reprochó a los empresarios chilenos por estar “más preocupados de defender sus negocios que sus ideas”.  En América Latina, dijo, “los intelectuales han jugado un papel clave para menoscabar la cultura de emprendimiento empresarial (…) El daño que pueden hacer estos escritores no se entiende hasta que es demasiado tarde”.

Falta mucho para que sea tarde, pero efectivamente los neomonetaristas  FriedmanLucas o Stigler;  incluso la tercera vía de Antony  Giddens, acumulan polvo en las bibliotecas de los círculos del poder, mientras los anaqueles de los decisores acogen textos de Joseph Stiglitz, Paul Krugman y Thomas Piketty.

Así las cosas,  esta vez el enfriamiento de la economía no es excusa para postergar los cambios. Ya en 2011 la ciudadanía  notificó a la clase política que no está dispuesta a pagar todos los costos del  desarrollo y celebrar éxitos económicos de los que gozan muy pocos chilenos.  Con todos sus bemoles, la reforma tributaria entró en vigencia y, si ya era duro para los grandes empresarios navegar por las tormentosas aguas de “la nueva mediocridad”, contra mareas de desaceleración, alza impositiva y reformas sociales, lo que viene son más trances amargos, como la agenda laboral y un nuevo marco regulatorio para el financiamiento de la política.

Por eso duele tanto el Penta-gate; porque además del envilecimiento de la elite empresarial y el descrédito de la UDI, amenaza uno de los bastiones del control político: el dinero.  Lo que a comienzos del siglo XX se ejercía como cohecho directo sobre el campesinado, hoy se expresa como desregulación del financiamiento de la política, para permitir la desvergonzada compra por los empresarios de legislación favorable a intereses específicos.

Joaquín Lavín lo advirtió con desparpajo el domingo: “el objetivo de la Nueva Mayoría es aprovechar el caso Penta para debilitar el financiamiento de las campañas de la centroderecha”. A confesión de parte, relevo de prueba.

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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