El actual debate sobre derechos reproductivos en Chile, comparado al silencio abismal durante las pasadas décadas, evidencia un sustantivo avance y apertura frente al tema. Sin embargo, es necesario encausar la discusión desde el moralismo hacia los derechos políticos.
Y es urgente por la intensa embestida conservadora en la materia. La campaña del terror que hemos visto en estos días no tiene escrúpulos. Así lo demuestran las gigantografías de fetos mutilados con 22 semanas de gestación que rondan Santiago (1).
Tanto el aborto como otras temáticas (matrimonio homosexual, por ejemplo) han sido catalogados, tanto por la prensa tradicional como por los partidos políticos más conservadores, como parte de la llamada “agenda valórica”.
Dicha clasificación no es aleatoria: obedece a una retórica que busca destacar un eventual conflicto doctrinario con el cristianismo, al mismo tiempo que intencionalmente omite el profundo carácter político que tiene la interrupción del embarazo no deseado.
La dimensión política del aborto
La tasa de natalidad es más alta en los sectores más pobres de la población. O sea, quienes menos recursos tienen, deben alimentar más bocas. Pasa lo mismo con el embarazo adolescente, que es un problema profundo entre las familias más humildes de Chile.
Según recoge un documento del Mineduc (2), “el vínculo entre embarazo en la adolescencia y pobreza es correlacional, en este sentido, el embarazo en la adolescencia es una problemática social, por cuanto reproduce inequidades sociales importantes dentro de las estructuras poblacionales”.
Asimismo, un reporte del INE (3) indica que “la fecundidad de la mujer inactiva ha sido superior a la de la activa, por lo cual puede señalarse que, al menos en los últimos veinte años en Chile, la mujer se ha visto enfrentada a disyuntivas entre su rol materno y sus deseos de desarrollarse, así como también de incorporarse a la participación económica”.
Efectivamente, el impedimento de poder decidir cuándo formar familia y cuándo restarse de esa responsabilidad, ha mermado las posibilidades de la mujer chilena de desarrollarse laboralmente. Muchas de ellas deben conformarse con “ser mamá de alguien más”.
No en vano, los derechos reproductivos se han transformado en el eje de la lucha histórica del feminismo y de los movimientos por la equidad de género.
El aborto es un tema político, porque en definitiva supone derechos individuales y la redistribución del poder en la sociedad. La planificación familiar fue consagrada en la Convención sobre la Población y el Desarrollo de la ONU en El Cairo, 1994. Se lee en su documento final (4): “De importancia fundamental para este nuevo criterio es fomentar la autonomía de la mujer y ofrecerle mayor cantidad de opciones mediante un mayor acceso a servicios de educación y salud, la promoción de los conocimientos prácticos y el aumento del empleo”.
Permitir la autonomía de la mujer sobre su cuerpo y su planificación familiar, aparte de normalizar y entregar garantías sanitarias a una situación que ya ocurre masivamente en la clandestinidad, es un paso gigante para la superación de la pobreza. Es la clase de planteamiento ético que sí deberíamos ahondar.
Hugo Espinoza Caut
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