Desde el lejano triunfo de los autocomplacientes dentro de la Concertación de Partidos por la Democracia y su olvido total de los ideales que impulsaron las movilizaciones de los años 80 contra la dictadura y en pos de la democracia por parte de quienes lideraron ese histórico movimiento popular y ciudadano hasta el triunfo de octubre de 1988, se sabía que el estallido social sólo sería cosa de tiempo, aunque comprendiera a varias generaciones, como ha llegado a ocurrir. La traición a tanta gente entonces sincera y altruistamente movilizada en pos de la democracia por parte de líderes que luego prefirieron adaptarse y profitar del modelo económico, político e institucional construido e impuesto a sangre y fuego por el régimen cívico-militar manejado por la derecha económica y antidemocrática, no podía obviarse y ocultarse ad aeternum.
Por ello, no creo que el actual estado de crisis, al que finalmente habíamos arribado ya durante la administración de Sebastián Piñera, después del primer triunfo electoral de la derecha en más de medio siglo (Jorge Alessandri, 1958-1964), deba deprimirnos o sorprendernos. Sólo se trata de la tardía pero inevitable llegada de una crisis provocada por la forzada exclusión de los ciudadanos por sus propios representantes.
El remedio para esta larga enfermedad reside en sincerarnos y reconocer humildemente la falsía y artificialidad de nuestra democracia actual y en asumir la necesidad de fundar un nuevo régimen político que sí se base en el principio democrático del gobierno de la mayoría y no en poderes fácticos e instituciones fraudulentas y contramayoritarias, como la Constitución de 1980 o el finado sistema electoral binominal, para lo cual, es imprescindible que las transformaciones políticas que hoy exige la ciudadanía, finalmente autoempoderada, sean ratificadas por la soberanía popular después de que se dé la mayor discusión y participación social posible en su elaboración.
Esto, en vez de generar temores o aprensiones, debiera ser un acicate para la participación de todos los demócratas que hemos permanecido, durante todo este artificial período de seudodemocracia, en la vida privada, ante el engaño de la clase política, que ha pretendido hacernos creer que vivíamos en una democracia plena, cuando aún no alcanzamos siquiera el nivel institucional de democracia anterior al golpe de Estado de hace 40 años.
Aunque la democracia no sea una panacea per se, sí que es el mínimo que debemos alcanzar para que los actuales líderes políticos puedan aspirar a que nosotros, los ciudadanos, los volvamos a tomar en serio.
Rafael Enrique Cárdenas Ortega
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