Con infinito respeto quisiera dirigir unas palabras a los ex presos políticos que se encuentran en huelga de hambre. Lo hago con preocupación, en primer lugar, por la salud de las personas involucradas, todas ellas gente mayor que se merece otros cuidados, pero preocupación también por cuanto esta situación nos revela respecto a lo que es hoy la sociedad chilena. Las muchas facetas de sus injusticias. La poca o nula calidad del diálogo que algunas autoridades mantienen con sus ciudadanos. En rigor, con un tipo especial de ciudadanos: los más necesitados, entre los cuales se encuentra este grupo de hombres y mujeres, ustedes, ex presos políticos de la dictadura.
Sin duda sus demandas son específicas y nos remiten a la manera en que desde 1990 en adelante las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura pasaron a ser un ámbito de intervención para el Estado. No ha sido un proceso parejo. Cada gobierno ha tenido su manera de actuar, sus interlocutores privilegiados, sus intereses en estos asuntos y la categoría de “víctima”, tal como se ha usado en Chile, no siempre ha sido sinónimo de reconocimiento ni de escucha de quienes padecieron la violencia de Estado bajo la dictadura.
Sin duda no es casual que hayamos tardado tantos años en considerar públicamente que no todas las víctimas de la dictadura estaban muertas. Que había un sector considerable de la sociedad chilena que, habiendo sufrido en carne propia la violencia de Estado, estaba vivo… y votaba… Sí, votaba. Pensaba, opinaba, tomaba decisiones, era parte, cada cual a su manera, pero era parte de este país. Sector potencialmente incómodo: el de la víctima que habla, que se expresa, que tiene un pensamiento propio, que no está dispuesta a acatar lo que otros han decidido en su lugar, que no quiere dejar su lugar, que pretende asumirlo, hablar en su nombre y, por lo mismo, ser algo más que víctima. Volver a ser actor de la vida pública en Chile.
Eso es lo que entiendo que son ustedes y de antemano pido disculpas porque no me voy a explayar acá sobre sus demandas. Ustedes las han explicitado. Ustedes las están defendiendo. Ustedes tienen sus razones para hacerlo como lo están haciendo. No me corresponde interpretar lo que están diciendo claro. Si hace falta apoyar: apoyo. Pero quisiera además expresar lo que sigue en mi calidad de ciudadana chilena, miembro de una familia cualquiera. Pero cualquiera a la manera de esas familias de izquierda que se iniciaron a la vida política en la pampa salitrera y que, desde entonces, buscan y buscan caminos, nuevos caminos para seguir. Yo les diría:
Quédense con nosotros. Los necesitamos. Los necesitamos en vida. No podemos, no debemos sacrificar una sola vida más por justa, por legítima, por crucial que sea la lucha. Nosotros –no me pregunten quién es este nosotros pero sé que existe, lo intuyo– no queremos vivir sin ustedes. Sabemos quiénes son. Los conocimos de niños, en reuniones clandestinas, debajo de la mesa o en la pieza de al lado, donde no se podía escuchar lo que estaban hablando, pero igual, veíamos, y hasta del silencio aprendíamos a no darnos por vencidos, aun cuando todo indicaba que sólo habría derrotas. Infinitas derrotas. En los espacios públicos y en los espacios privados porque no es fácil educar a los hijos en medio del espanto y del dolor.
No solamente con respeto sino también con infinita ternura pienso en ustedes y me los imagino jóvenes. El cuerpo intacto. Firmes las convicciones. Seguros los anhelos. Y me digo a mí misma: ustedes, jóvenes militantes de ayer, jóvenes luchadores de ayer, no fueron ciudadanos comunes. Y cuando por haber defendido un proyecto de país más justo, más soberano, llamado Unidad Popular, los persiguieron y se los llevaron presos, tampoco fueron presos comunes. Ni fueron presos comunes cuando los detuvieron por combatir la dictadura. Entonces, no cabe la menor posibilidad de que sean jubilados comunes porque “políticos” es la palabra que los distingue.
Esa palabra es también la que permite que nosotros, que somos un poco más jóvenes, sólo un poco más jóvenes, nos encontremos con ustedes. Hoy más que nunca ese encuentro es necesario y no es seguro que se esté produciendo. No con la suficiente intensidad, no como esta sociedad se merece. O sea, no como se lo merece esta gran familia que conformamos los que en estos momentos estamos “un tantito así” huérfanos de partido pero no de anhelos.
Tengo la esperanza de que nada de lo que estoy diciendo sea interpretado como un ataque o un llamado a bajar los brazos. Sólo quisiera tener ya la posibilidad de saber cuales son las alternativas para que sus reclamos sean escuchados sin necesidad de sacrificar el cuerpo, la salud, la vida.
Me imagino un futuro en el que ustedes no estén más. Un futuro en que la única manera que tendremos de conocer nuestro pasado serán los libros que escribirán personas que no estuvieron ahí. Por importantes que sean esos libros, me parece que ustedes tienen hoy un rol fundamental. A lo mejor en su calidad de testigos pero no solamente de los crímenes sino también de las luchas. Por ende, y por sobre todas las cosas, en su calidad de actores políticos.
¿Cómo podríamos nosotros, generación más joven, pensar correctamente la política si ustedes, nuestros mayores, no nos ayudan a vislumbrar cuál es la parte del pasado que puede y debe ser rescatada y cuál es la parte que no nos sirve, la que no queremos repetir? ¿Cómo podríamos siquiera imaginar algo nuevo, algo mejor, si ustedes, viejos luchadores, se nos mueren ahora? ¿Cómo podríamos plantearnos la cuestión de la invención de nuevas formas de hacer política, reviviendo el sueño de la patria justa que incluya a quienes siempre han quedado afuera si, en ausencia suya, no podemos dialogar?
Repito. Es con infinito respeto que me dirijo a ustedes. Lo hago por escrito porque estoy en Argentina. Y me adelanto a quienes podrían acusarme de estar lejos. Uno tiene las lejanías y las cercanías que ha sabido conquistar. Y con eso debe elaborar una palabra. Que la mía sea viajera y que abrace.