Una cínica invocación al diálogo

  • 21-05-2015

En las democracias más sólidas del mundo, los gobiernos muy raramente convocan al diálogo con los opositores. Salvo en situaciones muy extremas, como las catástrofes más severas o la propia guerra, se apela a la unidad política y social de las naciones. Quienes ganan las elecciones se disponen siempre a implementar sus programas de gobierno y a garantizarse una sólida mayoría parlamentaria para ejecutar sus propósitos. Lo que hacen los gobernantes algunas veces, es negociar con los opositores determinadas reformas que requieren quórum calificados, o cuando éstos demuestran una convocatoria social contundente y refractaria a las iniciativas del ejecutivo.

Cuando Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría estaban en campaña electoral apelaron al voto ciudadano para obtener una ventaja cierta en el Congreso Nacional que les asegurara ejecutar sus cambios sin dificultad. Tanto es así que, al inicio del gobierno, el Presidente de uno de los partidos oficialistas dijo que había llegado la hora de echar andar una retroexcavadora para remover los cimientos de la institucionalidad heredada de la Dictadura y avanzar a un régimen de justicia y equidad. Una declaración que, entonces, causó escozor en la Derecha, pero que ahora es lamentada, sobre todo, por sus propios aliados políticos.

En el reciente mensaje presidencial, como en los últimos ajustes ministeriales de la Primera Mandataria lo que más se aprecia es debilidad, un verdadero temor a consolidar los cambios prometidos y una condescendencia enorme con la oposición y la clase patronal del país. Un discurso en que la palabra “pueblo” terminó sumergiéndose totalmente y en el que se hizo reiteradas invocaciones al diálogo y a la unidad de todos los chilenos para encarar los objetivos del desarrollo y el progreso. Un tono mucho más propio de las homilías religiosas que de los líderes políticos, a pesar de que el mismo Papa Francisco es, ahora, el que le está exigiendo a los obispos subir el tono de la denuncia, hablar más claro, solidarizarse con la suerte de los oprimidos y fustigar la corrupción.

Seguramente que afectada por las denuncias en contra de la probidad que están terminando por demoler la confianza en las instituciones políticas y en los empresarios es que la Presidenta ahora habló en un tono conciliador y evitó toda claridad respecto de cómo piensa encarar la promesa de una nueva Constitución, cuestión que muchos le demandan y cuya dilación lo que augura es que concluya otro Gobierno en que la Carta Fundamental de Pinochet siga vigente. Más allá de destacar y anunciar algunas buenas iniciativas en favor de los sectores más vulnerables (como prefiere llamar a los pobres e indigentes), lo cierto es que su mensaje para nada augura cambios importantes en materia de previsión y de salud, por ejemplo, por lo que nos suponemos que los dueños y ejecutivos de las AFP e isapres deben estar cantando victoria. Como también deben frotarse las manos los grandes empresarios mineros, de la pesca y otros sectores en que su insistente tráfico de influencias, como las ingentes sumas de dinero para financiar campañas electorales, les ha tributado excelentes dividendos de la tramitación legislativa de algunas leyes. Su desdén o mínima alusión a la Reforma Laboral o al estatuto de carrera docente, es indicativo de la “prudencia” con que su gobierno tratará estos pendientes con el movimiento sindical y los profesores, que –como se sabe- están rechazando enérgicamente lo propuesto por el Ejecutivo y las declaraciones al respecto del nuevo ministro de Hacienda, en cuanto a que la negociación por áreas de la producción será desestimada, finalmente, de la propuesta oficial.

Por otro lado, es evidente la frustración de mundo estudiantil respecto de la marcha de la Reforma Educacional, al grado de que mientras la Presidenta hablaba en el Congreso Pleno la protesta ardía en la Plaza Victoria de Valparaíso, donde recién cayeron asesinados dos estudiantes porteños que se manifestaban en una masiva movilización pública. Bochornoso nos resultó, al respecto, el enorme y drástico operativo de seguridad organizado para el acceso de la Mandataria al edificio legislativo, el silencio sepulcral de las calles aledañas a éste y el copamiento policial en el entorno de un Poder del Estado completamente desprestigiado, cuanto a una Jefa de Estado que ha visto desmoronarse abruptamente su popularidad.

Lo más increíble de todo es que la misma derecha que fue derrotada tan contundentemente en los últimos comicios presidenciales y legislativos, y que ha ido de tumbo en tumbo en sus querellas internas, desintegración y falta de probidad, esté consolidando tanta influencia como para desacelerar el ritmo de ciertas reformas y, simplemente, lograr que se desbaraten otras. Todo lo cual lo que viene demostrando es que no existe en el oficialismo un consenso mínimo ni la voluntad de implementar el programa presidencial. Es decir, que éste fue un mero recurso propagandístico para recuperar el poder.

Un estatus, por lo demás, que se ve compartido flagrantemente con cuatro o cinco grandes empresarios que financian sistemáticamente la política y con cargo, incluso, al propio erario nacional y la evasión tributaria. Y cuyos operadores en los pasillos de La Moneda y del Parlamento les imponen sus condiciones e intereses a todo el conjunto de los supuestos representantes del pueblo. Porque lo que queda más claro de los casos Penta, Soquimich, Angelini, Caval, como otros que recién asoman, es que vivimos en un régimen tutelado por la Constitución de 1980, el influjo de la propaganda millonaria en la voluntad ciudadana, pero, por sobre todo, por un puñado de multimillonarios y delincuentes.

En uno de los países de mayor concentración económica y desigualdad social.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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