El terrible episodio que acabó con la vida de dos jóvenes chilenos, militantes de las juventudes comunistas, defensores de un ideal de equidad y calidad para la educación en nuestro país, no es sólo la consecuencia de un acto desalmado que compromete a otro joven chileno, heredero también –pero en su lado más oscuro– de la profunda violencia que acompaña nuestra convivencia, nuestra historia y nuestras complejas – y a veces banales- subjetividades. Es también un signo elocuente de un estado de cosas que, colectivamente, da cuenta de un profundo deterioro de los mínimos valores –partiendo por el valor de la vida– que habrían de organizar nuestra experiencia en común. Podría creerse que se trata de un episodio patológico, desencadenado por una mente enferma. Si lo es, habría que preguntarse bajo qué condiciones –que exceden las fronteras de un individuo solo– estas “patologías” son posibles en nuestro país.
En este sentido, no es un dato secundario que esto ocurra no sólo en medio de una nueva protesta sobre la educación en Chile –de ello sabemos bastante–, sino cuando las condiciones de confianza a nuestra vida política e institucional se encuentran en una profunda crisis de legitimidad y credibilidad. Tal como lo planteara Durkheim en otro contexto y asociado a otras problemáticas extremas –como el suicidio–, la violencia sin nombre, el exceso y el desprecio por el otro –o de sí mismo– , son signos de un menoscabo de las condiciones normativas (un nomos, una mínima experiencia en común, que no es en ningún sentido equivalente a más o mejores reglas o ejercicios de autoridad) que habrían de regir las mínimas y necesarias confianzas en un pacto social que se encuentra entonces limitado radicalmente por una degradación de valores y de prácticas de reconocimiento individual y social.
La democracia no es sólo un nombre o una consigna, es una forma de vida, en el mejor de los casos transmisible de una generación a otra. En condiciones totalitarias –que pueden comprometer a una sociedad entera, tanto como a la breve existencia de vidas singulares– no queda más que recordar lo que Hannah Arendt decía frente a la “responsabilidad personal en condiciones de dictadura”: sólo la ética humanizante de quienes piensan y actúan por y más allá de sí mismos, hace frente a la crueldad sin nombre del exterminio.
No es un detalle menor que los estudiantes asesinados –por su militancia y por sus acciones– representen lo mejor de una juventud que tanto antes –la época dictatorial nos dio buenos ejemplos– como ahora, compromete su vida para sostener ideales cuya realización depende de la acción política. Una acción política que nunca es absolutamente extrema, sino abierta al diálogo, al compromiso y a la fuerza de la razón. Lo que se daña, en parte, a través de estas vidas desaparecidas, es ese potencial de cambio que hay que reconocer para admitirlo como posible y necesario: la acción política debe ser transformadora, de lo contrario, es pura ideología cómplice de la estrategia fanática del no pensar para no vivir.
Muchos de quienes intentamos en otra época –más extrema aun– resistir ante la tentativa de desaparición de una democracia cotidiana, reconocemos en estas vidas desaparecidas lo bueno de una transmisión lograda. Son ellas las que muestran que el valor, en todos los sentidos del término, de la vida y la democracia puede seguir vigente. Pero también reconocemos el oscuro destino que es parte de nuestro presente, de condiciones sociales, culturales y políticas que inyectaron el veneno del desprecio por el otro, siendo parte de los aspectos más difíciles de pensar y de transformar de esa transmisión insana. De ahí la importancia no sólo de seguir pensando nuestra democracia en los múltiples niveles donde se expresa cotidianamente: en el ámbito de nuestras relaciones, de nuestras instituciones, sobre todo de la relación que establecemos con respecto a nosotros mismos cuando la degradación de la ética nos invita a caer en la trampa de un todo o nada que puede volvernos cómplices, aun sin saberlo del todo, de esa transmisión funesta.
Por último –pero hablar o escribir de esto parece siempre un nuevo comienzo– , pienso que las acciones de extrema violencia como la padecida recientemente caen lamentablemente bajo el sello de lo que a propósito de otras problemáticas he llamado una cláusula denegatoria. Uno de los efectos más nocivos que dejan y producen los regímenes donde la democracia se encuentra en tela de juicio, es que la relación a la verdad parece cubierta por un manto de permanente silencio. Ocurren tantas cosas horribles que pareciera que la mejor –y más nociva– defensa sería mantenernos en el silencio de una pseudonormalidad. Que estas cosas ocurran no sólo no deben dejarnos indiferentes, no sólo deberían hacernos pensar que el fascismo –no encuentro una expresión mejor– está más cerca de lo que pensamos (incluyendo a veces nuestro propio desprecio por el otro), sino que debieran revitalizar nuestro compromiso por una vida mejor donde esto no tenga, no pueda tener lugar.
Se diría que frente a estas cosas sería necesario instalar posiciones críticas, radicales, definitivas. Pero no a cualquier precio, ni de cualquier modo. Chile tiene la oportunidad de comenzar a saldar una deuda. Volver a pensar que la democracia debe, en cuanto tal, ser revitalizada y, en cierto modo, recreada permanentemente. Se trata entonces de cambiar un régimen constitucional que, de principio a fin, instaló en nuestra sociedad una normativa antidemocrática, que ha sido la base de un menoscabo de la acción política en provecho de intereses económicos y donde las recientes situaciones antiéticas que mezclan la política con el dinero son sus expresiones más elocuentes. Nada asegura que eso lo cambie todo, pero sería un signo sano de una sociedad que no quiere seguir viviendo bajo el sello de la impunidad y del silencio.
Se podría pensar que estas transformaciones no aseguran para nada que crímenes como el ocurrido en Valparaíso no sigan sucediendo. Es cierto, porque nada garantiza prevenirlos a partir de un cambio que siempre ocurre en otra parte, más allá de la vida –y la muerte– cotidiana de personas que son parte de nuestra sociedad y, por lo tanto, de nuestra vida en común. Pero eso no excluye pensar que mientras seamos cómplices, por omisión o por silencio, del mantenimiento de un estado de cosas absolutamente ilegítimo y violento, seremos responsables de no actuar frente a lo que determina estos hechos funestos.
Le debemos a estos jóvenes una juventud transformadora. No una juventud que, aun violentamente crítica, se haga parte de lo mismo que denuncia en la calle, en las Universidades, en los liceos.
Mientras escribía estás notas, me enteré de la brutal represión descargada por fuerzas policiales, y que encontró en Rodrigo Avilés, militante de la UNE, una víctima más de la sinrazón. Una razón más para seguir proponiendo un camino de cambio que deje atrás, lo más posible, la terrible huella de una violencia que todavía sigue presente.
Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.