Cualquier revisión de nuestra historia nos lleva a concluir que nuestra trayectoria institucional ha estado interrumpida por una gran cantidad de conflictos, cuartelazos, caudillismos y severas violaciones a los Derechos Humanos. Los enfrentamientos fratricidas han concluido con la muerte de dos presidentes de la República y personajes tan relevantes y venerados como un Diego Portales han terminado linchados y muertos por el repudio de la población. Los historiadores contemplan una secuencia de masacres como la de Santa María de Iquique, Ránquil y la de la llamada “Pacificación de la Araucanía”, que incluso ha llevado a sus ejecutores a ser reconocidos posteriormente como personajes distinguidos.
América Latina no reconoce otro suceso tan trágico y brutal como el bombardeo a La Moneda en 1973 y su posterior etapa de ejecuciones sumarias, torturas y detenidos desaparecidos. La tortura sistemática y el exilio ha sido un arma recurrente de nuestros gobiernos para aplacar a sus adversarios, así como ahora el régimen institucional y autoritario de Pinochet ha sido extendido por más de un cuarto de siglo por los sucesores de éste en La Moneda.
La constante en toda nuestra azarosa existencia ha sido la voluntad constante de las oligarquías de mantener sus privilegios, oponerse sistemáticamente al desarrollo social y cultural de la población e, incluso, servir a los intereses de las empresas extrajeras enseñoreadas en todo nuestro territorio. Más que por una crisis política, la Revolución de 1891 fue acicateada por los empresarios y los militares y políticos que les fueron esbirros, así como el Golpe Militar de 1973 fuera auspiciado por las clases patronales, los intereses extranjeros amagados por la nacionalización del cobre, la prensa sedicente y ese conjunto de portavoces políticos que digitaron siempre en el Congreso para justificar el quiebre institucional y convocar a las FFAA a traicionar nuevamente a Chile y a su vida republicana.
Varios historiadores, además, han puesto en duda la solidez de nuestras instituciones y la supuesta vocación democrática de nuestro país. Al propio Gonzalo Vial le escuchamos reconocer que la derecha (donde él mismo se inscribía) jamás había sido respetuosa de la voluntad ciudadana, o que solo la toleraba cuando le convenía. Así como también debemos reconocer que desde la izquierda se sentenció a veces con mucha ligereza e irresponsabilidad el carácter burgués de nuestra democracia. El propio Allende fue cuestionado por su voluntad de respetar la Constitución y las leyes, que –desde luego- se proponía modificar en su cometido revolucionario, pero pacífico.
Todo el largo trayecto de la posdictadura lo que nos demuestra es la complacencia culpable de las autoridades con el régimen político, económico y social heredado de la Dictadura, sus inequidades escandalosas en la economía, así como esa representación parlamentaria tan insolvente, democráticamente hablando. Ya se ve cómo el gobierno actual y las cúpulas políticas vuelven a esquivar una Asamblea Constituyente y la necesidad de otra Carta Fundamental.
Por años, las mismas organizaciones gremiales que alentaron el Régimen Militar han estado complacidas y en impúdica connivencia con las últimas administraciones. En su voracidad y afán de lucro, derivaron de ser los más incondicionales a Pinochet a convertirse en los grandes financistas de las competencias electorales, cuanto en los verdaderos digitadores de las decisiones de La Moneda, el Parlamento y las municipalidades. Siempre a condición, por supuesto, de que sus colosales utilidades recibieran la menor imposición tributaria y los derechos de los trabajadores se mantuvieran conculcados por ese Plan Laboral dictado por los militares y perpetuado hasta hoy. Cuando ahora, después de tres décadas, recién se discute una discreta y todavía muy incierta reforma.
Pero esta consentida y silenciosa actitud de las cúpulas empresariales finalmente se ha roto ante los aires de cambio y la voluntad de algunas reformas que en nada pueden considerarse radicales. Pero los titulares de la CPC, de la Sofofa y otras agrupaciones empresariales ya se encuentran en una estridente oposición a los cambios, como en la implementación de una verdadera “campaña del terror” advirtiendo un eventual caos económico si prosperaran la reforma laboral o una nueva Constitución. Una histeria que fuera gatillada por una reforma tributaria destinada a loable propósito de mejorar nuestros estándares educacionales, y que le fijara tributos a las utilidades empresariales que todavía siguen muy por debajo de los que imponen otros países del mundo que ellos mismo tienen como referentes.
En su ánimo de confundir a la opinión pública, uno de ellos, como Hermann von Mühlenbrock, ha llegado a sindicar a estas reformas como las responsables de que la “democracia y la estabilidad laboral” pudieran afectarse en el futuro. Ciertamente que en una descarada amenaza que no debiera quedar inadvertida y que en otros lugares del mundo sería considerada como verdaderamente sediciosa y punible. Más, todavía, cuando en 1973 estas mismas invocaciones o advertencias alimentaron la asonada militar que trágicamente conocimos.
Como la política ahora no ve más allá de sus narices, controversias internas y corrupciones, es lamentable que estas bravatas de la clase empresarial vuelvan a reproducirse e, incluso, sus principales voceros continúen siendo objeto de toda suerte de consideraciones oficiales, al tiempo que se reprime a los trabajadores mineros y se le dan nuevos portazos a las demandas sociales. Y hasta se llega a presionar al Ministerio Público y a los fiscales para que cesen lo antes posible las investigaciones respecto de los reiterados y millonarios sobornos empresariales a tantos políticos y traficantes de influencias de expedita llegada a los ámbitos del poder institucional.