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Réquiem por el niño que fuimos

El libro "Padres e hijos", de Roberto Merino, es una posibilidad diferente de allegarse a esos territorios sinuosos de la infancia, porque lo hace con honestidad y sin impostaciones.

Vivian Lavín

  Lunes 10 de agosto 2015 8:44 hrs. 
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Como todo en la sociedad de consumo en la que estamos insertos, la exaltación al máximo de lo que implique una oportunidad de crear un negocio que lucre termina por echarlo todo a perder.

La idea de crear un Día del Niño es un gesto importante, porque obliga a una sociedad a que mire a estos “locos bajitos”, como entrañablemente los bautizó Serrat, como sujetos de derecho, es decir, sujetos jurídicos que son parte de nuestra sociedad pero cuyos derechos históricamente no han sido reconocidos. El siglo XX, en este sentido, es el siglo en el que los niños nacieron a las páginas de la historia, para bien y para mal. Se hizo conciencia sobre la explotación infantil y la educación, ese derecho universal que tanto nos cuesta comprender en Chile, los convirtió en sus principales actores. Pero también el siglo XX nos mostró la imagen de Phan Thị Kim Phúc, la pequeña vietnamita que corre desnuda con una mueca de dolor por la bomba de napalm que acababa de estallar sobre su cabeza. Una fotografía que vino a mostrar de manera universal lo que sabemos: que la guerra se ensaña con los más débiles, y esos, son los niños.

La literatura para niños también comenzó a cobrar más importancia desde mediados del siglo pasado. Porque antes de que sugiera como un género propiamente tal, es decir, como literatura infantil y juvenil, los libros para niños y jóvenes eran los llamados clásicos. Muchos de los cuales contaban historias llenas de moralina y con un afán educativo exagerado. Otros, que no son pocos, eran verdaderas historias de terror en la que padres abandonan a sus hijos en el bosque porque no tienen cómo mantenerlos o madrastras que obligan a trabajar como esclavas a hijas ajenas, en tanto a las propias las llenan de mimos.

La república de la infancia resultó ser un territorio complicado y el siglo XX fue decisivo a la hora de explicar cómo los traumas de la adultez tienen su raíz allí, en los años de mayor inocencia. Hacer el viaje hacia el niño o la niña que fuimos no es siempre una aventura feliz, cuando al mirarlo desde los hombres y mujeres en que nos hemos convertimos descubrimos el abuso, el maltrato, el desamor y la desidia del que fuimos objeto. De la misma manera en que también allí encontramos esa reserva de cariño y amor incondicional que nos permiten sostenernos en nuestra personalidad hasta hoy. Recordar la niñez es un ejercicio de memoria que hace que surjan demasiadas emociones, mezcladas y contradictorias. Los adultos de hoy vivimos en un Chile diferente al que recordarán los niños de hoy en el futuro. El nuestro, el de hace cuatro décadas, tenía mucho de melancolía y aburrimiento, de perplejidad, de no entender y no poder hacerse comprender tampoco por un mundo adulto que tenía otros códigos, que estaba demasiado distante.

El libro Padres e hijos, de Roberto Merino, es una posibilidad diferente de allegarse a esos territorios sinuosos de la infancia, porque lo hace con honestidad y sin impostaciones. Pero lo hace con arte, con una pluma limpia en la que va dando breves pinceladas de ciertas imágenes o momentos de su infancia con los tintes de la memoria emocional. “Hace cuarenta años -dice Roberto Merino-, la mayoría de nosotros pasábamos por situaciones económicas febles, lo que quizás justificaba la uniformidad gastronómica de la carbonada fea o del menestrón incomprensible o de la chuchoca pegoteada. Justificaciones hay muchas, en verdad, pero nada nos quitará de memoria afectiva la sensación de desamparo que obtuvimos frente a esos platos cocinados por una empleada indiferente y enfurruñada”.

Coincido con él cuando dice que El Principito de Antoine de Saint-Exupéry le pareció un libro muy antipático “en el que se suponía había algo que encontrar”. La incomodidad de ver el sombrero en lugar del elefante tragado por una serpiente era una prueba que pocos salvaban a la primera y que conducía al ostracismo de los no iniciados.

En Merino no hay una condena a las nuevas maneras de ser niño hoy. En lugar de reprocharles por no tener que comerse obligatoriamente la cazuela dominical y acceder a juguetes, casi todos tecnológicos, impensados para quienes el meccano era la última chupada del mate, los observa. Los mira con respeto e intuye que en esos ojos que observan absortos pantallas en movimientos a la vez que sus dedos se mueven de manera frenética en pequeños comandos, están también en líneas paralelas de pensamiento y emoción sintiendo casi lo mismo que cualquier niño de cualquier época.

Porque esto de condenar a los niños de hoy por el mundo que les hemos dado se ha convertido en un deporte muy popular. Como si ese mundo en el que crecimos, con una televisión escasa y acotada, de juegos más simples y rústicos hubiera creado mejores personas. ¿Cómo era el Chile en el que crecieron un Augusto Pinochet o un Mamo Contreras? ¿No es ese el mismo Chile que tantos suspiros y añoranzas provoca en los mayores escandalizados por el mundo actual? ¿Qué insatisfacción dejaron en ellos los arcos y las fechas o las pistolas de fogueo que debieron emprenderlas con gas sarín y la más crueles torturas a la hora de jugar a la guerra con sus enemigos?

¿Por qué ese otro Chile de la infancia, lleno de tantas apreturas, no ablandó el corazón de quienes hoy tienen todo el poder y el dinero para cambiar la faz de la inequidad en nuestro país hoy?

Durante la lectura del libro Padres e Hijos de Roberto Merino se puede escuchar una suerte de réquiem del niño o de la niña que fuimos, con la esperanza de invitarlos a jugar un rato con esos otros niños que en el siglo XXI pueden celebrar su día.

Foto: Hueders.
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