Los gobernantes de todo el mundo siempre enfrentan la disyuntiva si hacer lo que el pueblo le demande o imponer sus propias convicciones. En las democracias, se supone que los jefes de estado deben ser “mandatarios” de los ciudadanos y no atribuirse la facultad de hacer lo que les dé la gana. Hay quienes piensan que la condición de un líder se asocia necesariamente al poder que demuestre en definir el rumbo de las naciones; es decir a la posibilidad de comportarse como un verdadero autócrata, pero legitimado por el apoyo popular o la ventaja que obtuvo en las elecciones que lo llevaron al poder.
En un país en que la democracia todavía es un gran pendiente, los chilenos muchas veces le han dado carta blanca a sus gobernantes valorando, desgraciadamente, a los más autoritarios y caprichosos en el ejercicio de la política. Ello explica la facilidad con que los distintos gobiernos renuncian a la consecución de sus programas electorales y las promesas más sentidas por la ciudadanía sean habitualmente dejadas de lado una vez que llegan a La Moneda o a los escaños parlamentarios. Es la hora de reclamar un liderazgo fundado en la solidez de las ideas que encarnen nuestros conductores, como en la consecuencia y fortaleza que demuestren en su ejecución.
En la última contienda presidencial se convocó al país a darle una contundente mayoría a Michelle Bachelet, además de dotarla con los diputados y senadores necesarios para aprobar sus reformas e, incluso, hacerle posible cumplir con los quorum exigidos para modificar los preceptos de la Constitución de 1980 que todavía nos rige. Además de una ambiciosa reforma educacional, se nos prometió una profunda reforma tributaria, la modificación del sistema previsional, el fin del sistema de salud y otra serie de ambiciosas transformaciones que hoy parecen hacerse agua en la excusa de la desaceleración económica, así como en el temor de agraviar al empresariado y a la derecha política que resultó tan aplastantemente derrotada y, al poco tiempo, completamente abrumada por los severos escándalos de corrupción.
A pesar de que hasta hoy los sectores de oposición son los más recusados por la opinión pública, gracias a sus medios de comunicación y a la inconsistencia ideológica de buena parte del oficialismo, la clase patronal y sus representantes en el Congreso han logrado frenar las reformas, afectar gravemente la identidad de la Nueva Mayoría y convencer a La Moneda de recuperar la vía política de los consensos para emprender cualquier cambio. Muchos piensan que la presencia del ministro Burgos en el Gabinete, como la de otros secretarios de estado, más bien sirve a los propósitos de la oposición que a los de una Primera Mandataria que día a día parece más ausente de los grandes temas y resoluciones. La aquiescencia mostrada por el Gobierno a la presiones de los empresarios camioneros, así como la destitución del intendente Francisco Huenchumilla, en la Araucanía, parecen marcar un antes y un después en el rumbo del Gobierno.
En efecto, es evidente que el Ejecutivo ha renunciado a convocar una Asamblea Constituyente y que, incluso la idea tan solo modificar la Carta Fundamental parece diferirse a una futura administración. También se nos advierte por distintos medios que el sistema de las AFPs no será de ninguna forma afectado en la usurera manera en que sus entidades especulan con las cotizaciones previsionales de los trabajadores. Muy por el contrario, lo que se ha filtrado, ahora, es la voluntad del Ejecutivo de postergar en dos o tres años la edad de jubilación de las mujeres, lo que obviamente le traería más recaudación y dividendos a los administradores de estos fondos de pensiones.
Aunque todo el país reconoce que la salud está en verdadera crisis, tal parece imponerse que la solución no será, tampoco, que el Estado recupere autoridad en esta materia sino que delegue todavía atribuciones a la “iniciativa privada” que administra tan provechosamente este derecho humano tan fundamental. Ni qué hablar más de derogar la Ley Reservada del Cobre que beneficia a las Fuerzas Armadas o atreverse a suprimir los infames privilegios castrenses que en materia de recursos fiscales, justicia, pensiones y otras materias mantienen los uniformados. En consecuencia de ello es que el propio ministro de Defensa tiene la desvergüenza de asegurar que las distintas ramas de las FF.AA. están efectivamente colaborando con el esclarecimiento de las violaciones a los Derecho Humanos de la Dictadura, cuando en estos mismos días se descubre que todavía pertenecen y trabajan para el Ejército siniestros agentes de la Dina o la CNI.
Incluso la demandada Reforma Laboral, como la posibilidad de reestablecer el derecho de huelga, es algo que está enfrentando muchas dudas entre los legisladores oficialistas, aplacados por la campaña del terror empresarial y la férrea oposición de los sectores más refractarios a los cambios dentro del Congreso Nacional. Al mismo tiempo, por lo demás, en que los objetivos de gratuidad de la enseñanza, de dignificación de la carrera docente, como de fortalecimiento de la educación pública se hacen cada día menos promisorios. Y hasta los propios diseñadores y ejecutores de esta reforma insigne empiezan a dudar de la conveniencia de poner más Estado y menos lucro en la instrucción.
Tal parece que las propias reformas políticas serán resistidas por los partidos y las cúpulas dirigentes, en el temor de que los recursos económicos mengüen y afecten los resultados electorales. Ya se sabe que la iniciativa de que los partidos se sometan a un nuevo proceso de reinscripción y se les exijan estatutos y prácticas internas democráticas ha caído como un balde de agua helada en los diferentes caudillos que controlan estas organizaciones de suyo desacreditadas. Una vez que ha amainado el impacto por los descarados vínculos de la política con los negocios, ya hay quienes incluso dudan de que la Ley Electoral ponga fin al financiamiento empresarial a los candidatos e imponga transparencia en el origen y destino de estos recursos.
Se dice que la pérdida de popularidad de la Presidenta Bachelet debiera inhabilitarla para cumplir su programa de Gobierno, sin considerar que en esto ha influido mucho más la incorrecta conducta de su hijo y nuera más que el abandono de parte de la ciudadanía de los propósitos que la retornaron a La Moneda. Sin considerar, tampoco, que en buena parte de esa abstención del 58 por ciento hay que contar a los que, aspirando a cambios profundos y radicales, no confiaron en la Nueva Mayoría, como en su abanderada la posibilidad de implementarlos. Lo que los hechos y las defecciones actuales les dan la razón.
En este sentido, lo que hay que lamentar es que la actual “mandataria” renuncie a dar cumplimiento a las expectativas del pueblo. Que su actitud demuestre su incapacidad de liderar estas reformas claramente avaladas por la ciudadanía, las crecientes movilizaciones sociales y las demandas irreductibles de un país que hace rato tiene asumido que los objetivos de justicia social no son posibles dentro del modelo político, económico y social vigente. Después de comprobar en carne propia que los años dorados del crecimiento sostenido solo produjeron más concentración de la riqueza e inequidades, así como la fatal realidad de la corrupción. Un fenómeno que cruza transversalmente a todos los poderes e instituciones del Estado.
Decepción popular que, más temprano que tarde, nos lleva al riesgo de una nueva confrontación social, al derrumbe de las instituciones y a un orden nuevo conseguido por otros medios. En la certeza de que la espera ya ha sido demasiado larga, fatigosa e inútil.