La elite resentida de Chile


Miércoles 30 de septiembre 2015 8:46 hrs.


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En el Chile actual se usa  la palabra “resentido” a la manera de una ofensa hiriente y descalificadora para referirse a una persona, generalmente humilde o de clase media, que osa criticar el status quo.  La acepción “resentido”  equivale al de un “perdedor”, un ser “envidioso” , “negativo”, “vengativo”, “malévolo” que no “perdona” el éxito y el bienestar a los demás por ser el mismo un “fracasado”. Quienes pronuncian estas ofensas son usualmente aquellos que son o tienen la pretensión de ser los “ganadores” dentro del actual esquema de convivencia exitista de nuestro país. Sin embargo, un análisis crítico del fenómeno del “resentimiento” en Chile, nos revela inevitablemente que su origen proviene fundamentalmente desde “arriba” y no al contrario.

El actual modelo sociopolítico y económico nacional, de auténtico carácter “expropiatorio” por parte de las élites, ha impedido una distribución meritocrática de la riqueza y ha garantizado a una minoría su retención en base a políticas públicas diseñadas deliberadamente para este objetivo. Hasta antes de la crisis las élites político-empresariales  operaron eficazmente como “guardianes corporativos”  del modelo hasta que se puso en evidencia su carácter corrupto y coludido. La estrepitosa pérdida del “honor” y del reconocimiento ciudadano, gatilló la irrupción de un violento “resentimiento elitista” dominado por un impulso de sobrevivencia primario y condicionado de fastidio, rencor, molestia y odio irracional contra aquellos que los denunciaron públicamente expresándose en una  resuelta voluntad política de elusión de cualquier responsabilidad.

El deterioro de su imagen es de tal magnitud que permite hablar del estreno  en sociedad de una verdadera “élite resentida” en nuestro país. Los representantes de las diversas castas de poder en Chile, otrora soberbias y resistentes al diálogo entre iguales, invocan súbitamente  a la gente a ser “positiva”, “realista”, “agradecida”, “moderada” y “responsable”, haciendo gala de una impotencia antes desconocida. Los más exaltados apelan incluso a una suerte de “patriotismo” en una lógica mesiánica de salvación de la nación, donde ellos mismos se proponen como mensajeros de la esperanza bajo la condición que todo siga igual que antes. Pero el rechazo ciudadano es persistente, por lo que estas élites han  comenzado a parapetarse dentro de sus círculos en orden a defenderse de “la calle” que los asocia  automáticamente con la estafa y los “arreglines”.

El fenómeno del “resentimiento” en la sociedad moderna ha sido investigado por las ciencias sociales  clásicas y modernas (Nietzsche, Scheler, Schopenhauer, Habermas, Strawson, Moscoso) y  ha llamado la atención de varios investigadores chilenos tales como Astorga, López Pérez y Jiménez, por sus repercusiones en la calidad de vida de las personas y las sociedades.

El “resentimiento” es una emoción reactiva frente al agravio voluntario de un tercero (Strawson) y solo puede ser producto de la acción humana, ya que, por ejemplo, nadie desarrolla resentimiento frente a catástrofes naturales. La explosión del “resentimiento” como fenómeno social en democracia suele responder al ejercicio arbitrario del poder y al no cumplimiento de la promesa meritocrática con que la élites de turno seducen a sus votantes (Moscoso). La desigual repartición de los daños  derivados de las crisis económicas, o la existencia simultánea de una mera igualdad formal con fuertes diferencias sociales fácticas, son terrenos fértiles para que la población se sienta estafada, engañada y pasada a llevar. El “resentimiento” es legítimo cuando corresponde a ofensas y daños reales. Generalmente el ofendido aplaza su defensa guardando los efectos del malestar y los vuelve a revivir cada vez que se enfrenta a una ofensa que él considera como una injusticia o experimenta impotencia al ver que los ofensores no sienten ni culpa, ni remordimiento. Por el contrario, cuando los daños son reconocidos y/o compensados el “resentimiento” tiende a superarse. Es por ello que el “resentimiento” como fenómeno social es al mismo tiempo imprevisible, pero también una señal de alarma que tiene que ver con la manera de entender la “libertad” de las personas para actuar, con los patrones de “distribución de la riqueza” (Jiménez), con los conceptos de “responsabilidad” personal y política,  con el modo de administrar la “justicia” y con  la presencia de  determinados “estilos de vida” que lo cultivan o lo previenen. Cuando el “resentimiento” surge de la insistencia del derecho natural a los privilegios en un marco de igualdad legal, se trata de un “resentimiento ilegítimo” y por ello difícil de superar, pues traslada mañosamente los principios de los regímenes dictatoriales al escenario de la democracia.

La importancia de los sentimientos en las relaciones sociales, tanto negativos como positivos, ha sido reconocida por la psicología, la filosofía y la economía.  Pero, como ambos grupos de sentimientos forman parte de la naturaleza humana, en democracia las élites políticas tienen la responsabilidad de regularlos para encontrar los necesarios equilibrios de una convivencia civilizada.

Es justamente en esta área, donde las élites nacionales han fracasado, destacándose hasta ahora el poder judicial por su amparo casi incondicional a los abusadores, con muy pocas excepciones. A partir de la transición,  se “naturalizó” el derecho a la codicia y se declaró “resentidos” a todos sus críticos. Esta posición generó un escenario de “resentimiento social” todo-abarcador  que discriminaba desde arriba en razón de la pobreza como desde abajo en razón de la riqueza (Jiménez). Era un círculo vicioso de “agravio moral” permanente desde arriba que alimentó el “resentimiento” hacia abajo como modo de vida al no contar ni con mecanismos de justicia eficaces ni canales de diálogo socio-político orientados hacia la búsqueda de soluciones reales.

Las élites declararon el carácter “privado” de las relaciones sociales e inauguraron un nuevo tipo de moral pública  basada en la “pinochetización de las costumbres” (López Pérez). Una de sus características fundamentales era la carencia de dispositivos auto-reactivos (culpa, remordimiento, obligación, vergüenza) que usualmente contribuyen a prevenir los abusos. Se trataba de un ejercicio del poder irresponsable, puramente procedimental, carente de sentido moral, anómalo y eminentemente narcisista  que causaba y causa “daño moral” o “dolor” (Moscoso) a las mayorías, por lo que muchos chilenos venían poniendo en duda el carácter democrático de los gobiernos de transición muchos años antes que explotara la crisis actual.

A esto, se sumó la entronización de los empresarios como los “únicos agentes de desarrollo de Chile”, como bastión moral del esfuerzo,  reduciendo a trabajadores , empleados y profesionales a un factor de costo  inevitable que debía minimizarse al máximo en pos del crecimiento económico. La “falsedad orgánica” (Scheler) de la élite, que es ese instinto condicionado de percibir  solamente aquellas partes de la realidad que son en su beneficio, si bien es cierto había logrado imponerse hasta ahora, reventó por el peso de los hechos fácticos: la feroz desigualdad de derechos y oportunidades prevaleciente en el Chile de hoy. Pero lo que no se previó en este esquema, es que la negación sistemática de los conflictos sociales, deformación de los valores e intencionada percepción parcial de la realidad llevaría a una verdadera eclosión de “resentimiento” y de impotencia a todo nivel que se viene expresando hace ya muchos años al menos de cuatro maneras: 1) como indignación moral de los movimientos sociales frente a los abusos, 2) como abstención electoral masiva , 3) como arribismo consumista para simular movilidad social hacia arriba y 4) últimamente como rabia incontenible de las élites y deseos latentes de venganza frente a la posibilidad de perder sus privilegios  que se expresa a la manera de un “envenenamiento espiritual elitista” .

El espectáculo de esta “élite resentida” que alega ahora la intención “negativa”, la “ingratitud”, la “traición” o la “incomprensión” de los abusados frente a ellos, constituye una genuina “auto-intoxicación psíquica” (Scheler) pues su odio solapado contra la gente les impide tener una percepción objetiva de la realidad llevándolos incluso a la insólita conducta de auto-victimizarse ante  la estupefacción de una población que venía siendo literalmente expoliada por ellos  (subversión negativa de valores). La “fronda duopólica” (Cleary) percibe a la ciudadanía definitivamente como un  peligro para su existencia considerándola sólo como la “calle” que -en teoría- bastaría con barrerla para que todo quedara “limpio” nuevamente. Sin embargo ha sucedido lo inconcebible: la “calle” los desprecia y ningún sistema político moderno y democrático puede sobrevivir a la deshonra sin la necesaria disposición correctiva. Pero para eso las élites tendrían que liberarse del “espíritu de venganza” (Nietzsche)  que en el caso chileno ha desembocado en una verdadera vocación de “ceguera valórica”, cuyo corazón se enmarca en una deformación del sentido social de la vida ya que renuncia a convivir en base al respeto mutuo.

A diferencia del “resentimiento” de los abusados que surge del hartazgo frente a la arbitrariedad del sistema, el de las actuales “élites” no responde a ofensas sufridas en particular, sino que  sólo al terror y la aversión abstracta contra todos y todo lo que pueda obligarlos, como en cualquier otra parte del mundo, a competir por los mercados solamente en base a sus capacidades efectivas, lejos del favoritismo interventor del Estado a su favor, que le ha asegurado ganancias enormes sin competir con nadie, solamente saqueando el bolsillo de los chilenos comunes. Mientras el remedio para la superación del “resentimiento” de los más desposeídos resulta evidente y tiene un manifiesto valor moral y racional, el “resentimiento de la élite” es de raíces profundas porque arranca de la más irracional convicción de su “natural” derecho a los privilegios.

La tolerancia política del gobierno actual frente a esta nueva ofensiva “gatopardista” ( Moulián) de las élites ofende la inteligencia de los chilenos, ya que se ha pretendido presentar el “mal vivir” y  los “malos modos”  de la “élite resentida” como la única forma de convivencia y “paz social” posible para nuestro país. Enfrentados a esta obcecación elitista, a la “calle”  no le ha quedado otra alternativa que quitarles lo único que le podían negar, que es el “honor” y la “gloria” para aplicarles la presión política necesaria  a unas élites que han perdido el sentido de la decencia y la humildad en su accionar y han conducido al país a la actual crisis.

Eda Cleary.

(Socióloga, Dr. phil. en ciencia económicas y políticas de la Universidad de Aachen, Alemania).

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