(In)comprensión lectora

  • 16-10-2015

Roberto Arlt, periodista y escritor argentino, supo como pocos incorporar al lector en sus escritos. Aunque tuvo a cargo numerosas secciones en su corta vida (1900-1942), y aunque escribió sobre temas de política nacional e internacional, algunos de sus escritos más recordados son las “Aguafuertes porteñas”: textos cortos, publicados en El Mundo, en su mayoría dedicados a aspectos y personajes de Buenos Aires. En esos textos, la labor de periodista y escritor pasan a ser una sola. Cualquier situación puede convertirse en motivo de reflexión para el autor y sus lectores. Es un hecho: las Aguafuertes fueron muy leídas en su época. Se dice incluso que los días en que eran publicadas, El Mundo vendía más ejemplares que de costumbre. Entre las más conocidas: “El placer de vagabundear”, “Atenta nena que el tiempo pasa”. Pero hay un texto de la misma serie que le otorga un lugar privilegiado al lector. Se llama “Sobre la simpatía humana”. Roberto Arlt analiza los correos de lectores y en alguna parte dice así:

“Cuando un autor comienza a recibir cartas, no encuentra diferencia entre una y otra. Todas son cartas. Luego, cuando se acostumbra, esta correspondencia va adquiriendo una faz completamente personal. El autor pierde su vanidad, y en cada carta encuentra un tipo interesante de hombre, de mujer, de alma…”.

Arlt examina en ese texto los correos amistosos, aquellos que expresan cierta “simpatía”, y más hacia el final de su reflexión hace un comentario interesante, casi una anticipación en relación al estado actual de las comunicaciones:

“Hasta se me ocurre que podría existir un diario escrito únicamente por lectores; un diario donde cada hombre y cada mujer, pudiera exponer sus alegrías, sus desdichas, sus esperanzas”.

Hoy esa especulación es una realidad. Bajo ciertos aspectos, a través de distintos soportes, existe la posibilidad de tener un diario hecho por lectores: twitter, facebook, blogs, siendo diferentes (y más allá de otras consideraciones…) tienen en común un rol protagónico otorgado al que lee y difunde una noticia y también al que escribe directamente sus impresiones. El lector de diarios dispone además de otras tribunas. A la tradicional “carta al director” se suma la posibilidad de comentar cada uno de los artículos publicados en la mayoría de los medios electrónicos y la libertad de hacerlo a su antojo: con nombre, con nombre y apellido, con seudónimo.

Así, los comentarios de lectores, en este diario, no se censuran. Existe, en cambio, un sistema que permite a los mismos lectores expresar su conformidad o su disconformidad con tal o cual comentario. En ese ejercicio que consiste en opinar, unos y otros pasan de la situación de autor a la de lector y viceversa. Lo mismo nos ocurre a nosotros, columnistas, en todo caso a mí que leo con interés los comentarios y que, en ocasiones, respondo porque este diario también permite ese intercambio.

Ahora bien, uno podría pensar que semejante libertad, aliada a los múltiples adelantos tecnológicos, debería ser una oportunidad para el diálogo. Una ocasión para profundizar tal o cual aspecto de un problema, aprovechando todas esas experiencias que confluyen a veces alrededor de un texto. Me refiero a las experiencias de cada lector, a lo que cada uno tiene para aportar a una discusión. No pocos lectores manejan el arte del comentario y lo hacen con esmero. Ya sea para saludar una columna, expresar una simpatía, acotar una idea, ya sea para criticar o discrepar con tal o cual punto de vista. Sin embargo, llama la atención la existencia de otro tipo de lector, que Roberto Arlt también menciona pero de manera marginal y a lo mejor cabe pensar que es propio del tiempo que nos toca.

Me refiero al lector que se dedica a expresar de la manera más grosera posible su desagrado y que muchas veces concibe su participación como “ataque al autor”. Uno puede seguir sus comentarios de columna en columna, de artículo en artículo, de noticia en noticia. Algunos casos resultan casi dignos de estudio: se nota cierta sobreactuación en el rol de “malo”, de “aburrido” y/o de “maleducado”. Pienso en un tipo de lector que ha hecho profesión de escudarse tras diversos apodos y que con sorprendente fidelidad persigue a ciertos autores con el único fin aparente –quizás haya otros menos aparentes– de expresarles todo lo malo que piensa de ellos y de sus escritos.

Aquí se da la situación contraria a la que enuncia Roberto Arlt. Estos parecen ser casos de antipatía humana que apuntan, a menudo, a desprestigiar al autor sin que, en ningún momento, se discuta con seriedad los argumentos del texto convertido en pretexto. Eso es lo más llamativo, la impresión de que este lector no ha leído… o que no ha entendido o que, directamente, no le importa lo que leyó. Lo que importa es hablar (mal). La incomprensión como postura. En términos teatrales y en términos políticos. Porque leyendo esos escritos, uno cree ver a veces a sus autores. Uno de ellos larga su palabra como quien escupe al suelo. Jocoso tal otro, insolente, no para de llamar la atención con sus ataques pero a prudente distancia. No vaya a ser cosa.

(Un paréntesis sobre el seudónimo ya que varios de estos lectores recurren a nombres falsos o apodos. El seudónimo ha ido siempre de la mano de la literatura y en ese ámbito tiene usos específicos y variados. En otros ámbitos, el seudónimo es también lo que puede igualar en un diálogo, lo que permite que sólo se exprese el argumento, independientemente de reputaciones e itinerarios asociados a ciertos nombres, a ciertos apellidos. Hay muchas situaciones en las que el uso del seudónimo parece plenamente justificado. Pero también las hay en que el asunto se presenta como mera y simple cobardía. Especialmente en un ataque frontal contra quien firma sus textos con nombre y apellido. Fin del paréntesis o transición a lo que sigue).

La existencia de estos personajes que dejan sus escritos como los “cuervos” (según la apelación y la película francesa: “Le Corbeau”, 1943) mandan sus anónimos, de un punto de vista literario, no está desprovista de interés. Todo lo contrario. “¿Quiénes son estos que le hablan a uno?” pregunta también Roberto Arlt. Vaya uno a saber adónde podría llevar la pregunta si, de verdad, uno se propusiera responderla. Ocurre que de un punto de vista político, esto, además de ser interesante, nos da la medida de cierta catástrofe. Se perfila tras este tipo específico de voces anónimas la emergencia de un sujeto político particularmente nefasto. El que se inmiscuye en todo y no construye nada. El que se queda afuera, no para disentir con argumentos, sino para liberar la rabia que lo habita y que no es más que eso: su rabia. Distinta del furor que a veces anima a los pueblos y los hace salir de sus casas para exigir más y mejor para sí mismos y los suyos.

No hay por donde alegrarse. Estamos lejos de la crítica que enriquece un texto y que motiva el debate. Lejos de la dimensión colectiva que atraviesa tantos oficios. También el oficio de escribir. Pero para que este oficio pueda cumplir su cometido es necesario un sinfín de relaciones. El querer comprender como postura. La voluntad de asumir uniones y rupturas. Los eventuales conflictos que, sin duda, hay que aprender a enfrentar. Pero cara a cara. A palabra limpia.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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