Señor Director:
El fascismo es en todas partes el mismo: brutal y sin escrúpulos. A comienzos del siglo pasado en Francia, un fascista asesinó al líder izquierdista Jean Jaurés quien, en virtud del internacionalismo proletario, se oponía a la guerra. Resultado: después de su muerte los capitalistas europeos no tuvieron ningún obstáculo para iniciar una de las guerras más cruentas de la historia, la Primera Guerra Mundial.
En el Chile de 1970, si alguien tenía dudas de la voluntad criminal de los fascistas chilenos, el asesinato del comandante en jefe del ejército las disipó por completo. Para los fascistas criollos el delito del General Schneider era de respetar a la letra la Constitucion chilena, es decir, cumplir con el juramento que como soldado había asumido y respetar por lo tanto, la elección de Allende. Ello bastó para que un comando de asesinos lo asesinara alevosamente en pleno día en una calle de Santiago.
El mensaje era claro no solo para Allende, que asumiría algunos días más tarde, sino también para todo militar que osase tomar partido por el respeto de las instituciones nacionales. Ese mensaje fue bien captado por las FF AA, donde progresiva pero aceleradamente la oficialidad comenzó a adherir al proyecto de putsch, y él fue igualmente bien captado por los partidos de la derecha y del centro, es decir la democracia cristiana, que acérrimos enemigos de Allende desde el comienzo comprendieron de inmediato que podían contar con la fuerza armada, para presionarlo y luego para derrocarlo.
Lamentablemente, el mensaje no fue comprendido a cabalidad ni por el Gobierno de la Unidad Popular ni por sus partidos que unos y otros atravesarían aun tres años sumergidos en unas creencias casi superticiosas sobre el carácter constitucional y democrático de políticos de pacotilla que jugaban el papel de opositores y de militares dispuestos a toda clase de felonías.
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