Fin de Año: celebraciones atípicas

  • 25-12-2015

El 24 de diciembre de 1964, debía reunirme con mi padre en Buenos Aires. Como el volar me aterrorizaba, lo hice por tierra mientras el autor de mis días viajó en uno de esos flamantes Caravelle.

Cata era el nombre de la empresa que salía con sus vehículos del restaurante don Bosco de la Alameda en Santiago.

La razón es que el local estaba abierto día y noche, ubicado en medio centro e ideal para la espera. Los coches partían a las seis de la mañana para arribar a Mendoza al mediodía. A las cuatro de la tarde uno se embarcaba en un bus de la empresa Chevalier para llegar a la mañana siguiente tipo siete, a la capital Argentina.

Yo tenía 17 años, y portaba una autorización especial para salir sólo del país.

Ocurre que pese a la fecha, a la altura de Portillo comienza a nevar copiosamente. El conductor de apellido Cinquemani, o sea cinco manos, en un momento dado perdió la huella de la ruta en ascenso hacia el Cristo Redentor, de manera tal que descendimos hasta Portillo y esperamos el transandino. Solo a bordo del tren, con auto y todo, podíamos atravesar el túnel.

Entre los pasajeros iba un jugador argentino de Colo Colo y ex seleccionado argentino, Walter Jiménez. Así que tema hubo de sobra.

Llegamos a Mendoza con atraso y el bus había partido. Nos vimos obligados a pernoctar en un hotel e ignoro de dónde saqué el dinero para este imprevisto. Llamé a mi padre que estaba asustado por la tardanza, pues ya era 23 de diciembre. De esa manera arribamos a Avellaneda el 25 de diciembre. La Nochebuena transcurrió a bordo del Chevalier.

Lo más increíble que de pronto, en plena madrugada, alguien comenzó a susurrar una canción prohibida en el gobierno militar de entonces: “Vos sos el gran conductor”. Y todos los pasajeros comenzaron a entonar el himno peronista, lo fuesen o no. Era como hacer una maldad. Fue bastante emotivo.

Años más tarde, por necesidades profesionales y para evitar el avión, viajé en bus nuevamente a Buenos Aires. Recuerdo haber llevado una botella de vino y mi vecino, un japonés, me increpó. Arrojé el envase por la ventana y esto lo indignó aún más, pues pude haber impactado a otro vehículo.

Un recuerdo grato fue que, por ese mismo terror a volar, mi padre me llevó a Europa en barco. Año Nuevo nos sorprendió en medio del océano a horas de Río de Janeiro. Fue impactante escuchar los tres toques de sirena en medio de la oscuridad. Luego el baile y el confeti.

Cuando falleció mi padre el 25 de diciembre de 1996, viajé desde París, vía Atlanta, a Santiago. El regreso, por la misma ruta, única disponible ante la emergencia, ocurrió la noche de Año Nuevo. El aparato despegó a las 23:50 horas. El piloto anuncia: “Sobrevolaremos Valparaíso y podrán apreciar los fuegos artificiales”.

Pese a la pena, pude gozar un espectáculo maravilloso. El avión se encontraba a cinco mil metros de altura de manera que nada que temer del alcance de un elemento pirotécnico. Una cosa es ver los fuegos desde tierra y otra desde el aire.

Años antes, aterricé en el aeropuerto de Lot, en Israel. Iba a reunirme con mi prometida y tomé un taxi hacia Tel Aviv. Dieron las doce, hubo festejos dispersos ya que el Año Nuevo judío se celebra en otra fecha. Eran los cristianos los de fiesta. El hecho es que al llamar a mi novia, ella me dice que se encuentra en Haifa, a casi dos horas de allí. Eran tiempos de guerra. Saqué las cosas del hotel y tomé un bus.

En el trayecto nos detuvieron cuatro veces e hicieron descender a todo lo que tuviera rasgo árabe. Como en esa región es fácil confundir, pues la mayoría se parece harto, porque son generalmente semitas, los soldados retrasaron bastante el viaje registrando a árabes y judíos por igual. Como soy blanco como una sábana, no fui invadido. Llegué a destino cansado e impresionado por el despliegue militar ya que en vez de luces de alegría, se veían helicópteros sobrevolando a cada instante el lugar.

Finalmente en Magallanes, por diferentes circunstancias, paso las fiestas en el Centro Residencial de Adultos en Miraflores. Una mirada magnífica al Estrecho, con algunos horribles barcos cárceles coreanos al frente. Son varios, mugrientos y se pueden imaginar lo que ocurre al interior de estas factorías. Uno se pregunta cómo las autoridades chilenas permiten esto a 300 metros de la costa.

En fin, mientras, en este CRA con compañeros y personal del centro, nos invitan a disfrutar más que a llorar, en lo que puede ser mi último fin de año en esta ciudad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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