Para retomar el camino de estas columnas que se proponen cosas menudas como puede ser no desesperar de ciertas coyunturas, partiré de una anécdota. Estando en casa de amigos, hace ya varios años, escuché el relato de un ex preso político. El hombre contaba un episodio que había sucedido en un campo de prisioneros durante la dictadura militar y que giraba en torno a la presentación de una obra de teatro.
No recuerdo las circunstancias precisas en que algo tan insólito fue posible pero sí el hecho de que uno de los elementos cruciales para obtener la autorización de representación tenía relación con el autor de la obra. Voy a equivocar algunos datos pero no el hecho: se solicitó autorización para representar una versión –digamos– de Hamlet, y cuando el militar a cargo solicitó el nombre del autor de la obra, se le respondió un nombre cualquiera: Juan de los Palotes. Razón por la cual, al no identificar el nombre con alguno conocido y/o que estuviera prohibido, se accedió al pedido.
Sin duda no da lo mismo saber qué obra fue representada ni quién era el autor, ni quiénes los protagonistas pero lo que más me impactó ese día no fue esa capacidad que tienen las personas de no darse por vencidas en las más dolorosas circunstancias (situación sobre la cual muchos ex presos políticos pueden dar cátedra) sino la burla. Y, más precisamente, la alegría del narrador al recordar la burla. La alegría asociada al hecho de haber burlado la vigilancia de ese militar “tan pero tan ignorante” que “ni siquiera” sabía quién era el autor de Hamlet, o de Antígona, o de Terror y Miseria del Tercer Reich.
Sin ese elemento, creo que hubiera recordado la escena con mayor precisión y de otra manera. Más bien como una victoria de la inventiva, resaltando lo importante que había sido organizar a los compañeros generando un hecho de resistencia cultural en un espacio de encierro. Pero había en ese relato algo que no cuadraba. Algo que no estaba en su lugar y que se parecía a la derrota: una actitud que me resultaba incompatible con la condición de preso político en esas circunstancias. O sea, con la condición de militante de un partido de izquierda y con la aspiración de ser un legítimo representante del pueblo o de un sector de ese pueblo (el más marginal).
Muy de vez en cuando vuelvo a esa escena en que se enfrentaron dos tipos de actores: el preso y la autoridad militar pero también –y de manera determinante en esta historia que no fue contada como tragedia sino más bien como proeza–, el hombre que sabe y el hombre que ignora.
¿Para qué sirve saber? Más allá de la anécdota, la pregunta me sigue tocando la puerta. Cada vez que lo hace, aparece acompañada de otras: ¿cuándo es válido humillar? ¿Lo es alguna vez? ¿Existe la humillación del otro en defensa propia? De existir, ¿es algo de lo que podemos sentirnos orgullosos? Pero también: ¿qué tipo de distinción entre las personas construyen ciertos saberes? ¿Por qué decimos de quienes no conocen a Shakespeare o a Sófocles o a Brecht que son ignorantes y por qué no lo decimos de quienes no saben fabricar una mesa, una silla, un zapato? ¿De qué están hechos nuestros aprecios? ¿Nuestros desprecios? ¿A qué queremos integrarnos cuando elegimos –en los países en que se puede elegir– ir a la universidad? ¿A qué le damos la espalda cuando elegimos ir a tal o cual universidad? ¿Estudiar tal o cual carrera? ¿Qué tipo de saber es compatible con la aspiración a “un mundo mejor”, más justo, más solidario? ¿Por qué descalificamos con tanta facilidad a quien comete faltas de ortografía y toleramos otra clase de faltas que no se corrigen con lápiz ni goma?
Recuerdo –hoy es un día de recordar– en los años 90, la escuela francesa, la educación superior a la francesa, como un espacio particularmente orientado a generar elitismos fundados en saberes de los cuales no tenemos seguridad de que aporten algún bien a las sociedades. De vez en cuando alguno me pregunta qué cosa es un sociólogo (podría decir más o menos lo mismo de los politólogos; tengo relación con ambas cofradías) y la respuesta que me nace es decir que es alguien que entiende y puede explicar muchos problemas de la sociedad: lamentablemente, no puede resolver ninguno. Lo cual no es en sí razón para despreciarlos o condenarlos porque un sociólogo, un politólogo (y otros ólogos) se caracteriza no sólo por esa limitación sino también por otros elementos que los vuelven amables y hasta queribles. Entre esos: la pasión por el otro.
Quizás por este tipo de cosas, uno se entusiasma e intenta con mayor o menor éxito entusiasmar a los demás cuando de pronto surgen experiencias diferentes. En particular, en el ámbito educativo. Experiencias que demuestran que todavía queda lugar en sociedades particularmente complejas, para hacer coexistir los saberes: todos los saberes. Sin que educar signifique necesariamente fomentar castas de profesionales que sólo estarán a gusto entre sí, que sólo podrán hablarse y comprenderse entre sí y dentro de las cuales “lo popular” quedará reducido a ser un tema de estudio.
Una de esas experiencias es la que se lleva a cabo en la Universidad Nacional General Sarmiento (UNGS). Podría dar otros nombres (Universidad Nacional de San Martín, UNSAM, Universidad Nacional de Lanús, UnLA). Todas ellas (y muchas más) universidades públicas argentinas instaladas en barrios populares con una real inserción en sus territorios que se manifiesta, por ejemplo, en la incorporación de consejos asesores de la comunidad. Consejos asesores compuestos por representantes de diversas agrupaciones entre las cuales, en el caso de la UNGS, la sociedad de fomento Unión de Familias Obreras.
Hace unos años atrás, el rector de dicha universidad era Eduardo Rinesi, filósofo y politólogo, hombre joven, conocedor de muy distintas tragedias, que ha sabido escribir sobre Hamlet y que ha pensado la universidad de una manera que reconforta. En una entrevista publicada por Página/12 el 7 de julio de 2015, dedicada a su último libro –Filosofía (y) política de la universidad– Rinesi analiza lo que, según su peculiar punto de vista, implica una educación de calidad. Lo que en el marco de la UNGS tiene también que ver, me atrevo a formularlo así, con conjugar universidad popular con universidad de excelencia.
Es cierto que ningún autor nos pondrá a salvo de cometer errores pero algunos ayudan a vislumbrar otros caminos: para que saber no implique humillar; para que educar no sea sinónimo de separar sino una manera de forjar nuevas y prometedoras uniones.