La película La Frontera puso a Chile en el mapa de la cinematografía mundial en momentos en que nuestro país recién abría sus ojos después de tantos años en la penumbra cívico militar. Era 1991 y una de las primeras películas de la posdictadura era premiada en el olimpo cinematográfico con un Oso de Plata, en el Festival de Berlín, y luego nada menos que un Premio Goya, el más importante de España.
El título que había elegido su director Ricardo Larraín era particularmente sugerente: La Frontera. Por cierto que se refería a ese lugar llamado Puerto Saavedra ubicado en lo más recóndito de nuestra geografía y hasta adonde habría llegado, reza la historia, un profesor de matemática escapando de la garras militares. Una película a media luz, porque era el reflejo de cómo se había vivido durante 17 años en Chile. Sin embargo, era más que eso, porque como suele suceder cuando el arte es capaz de reflejar la condición humana en su profundidad, se hizo universal logrando mostrar el desamparo que cualquier persona, en cualquier otro período de la historia y que en cualquiera otra frontera podía experimentar cuando se escapa y es el miedo el único compañero.
Ricardo Larraín, como todos los jóvenes directores de cine chilenos de los 70 y los 80, debió dedicarse a la publicidad para poder ejercer su oficio y poder comer. Vendría luego en los 90, el período de oro de esa industria que se erigió como el adalid del modelo neoliberal. Fue a través de esa estética, con un Chile aun militarizado, pero cuyos habitantes gozaban de la plena libertad de elegir entre uno y otro producto canturreando pegajosos jingles. La industria de la publicidad impulsó nuestra economía y permitió a quienes no tenían otra posibilidad para ganarse la vida ejercer el oficio que conocían, aunque fuera a regañadientes. Porque para ellos no era fácil ver la cara de esos nuevos ricos y dueños de Chile en las lujosas agencias de publicidad y ofrecerles todo su talento para que siguieran ganando dinero. Pero era el diseño de ese Chile que entonces apenas se vislumbraba pero que algunos ya entendían sus funestas consecuencias… es posible que alguien deslice que debieran darles las gracias a la dictadura estos directores por haber tenido la posibilidad de haber hecho cine, aunque fuera comercial. Ese tipo de comentarios que hoy se dicen sin vergüenza y que dan cuenta de la falta de respeto a la que hemos llegado.
No extraña que la siguiente película de Ricardo Larraín fuera El Entusiasmo. Una producción que contó con capitales extranjeros y con presupuestos no vistos hasta entonces y que reflejaba el estado de ánimo ya entrada la Transición. Cuando empezamos a creernos el cuento de que éramos una economía tan pujante que ya casi le pisábamos los talones al Primer mundo. Ignorantes, una vez más los chilenos, que detrás de toda esa escenografía se asentaba la especulación a destajo, la liquidación a precio de huevo de las empresas estatales y el inicio de una relación demasiado estrecha y reñida con la ética entre el mundo privado y el político… todo con tal de consolidar y proteger el modelo diseñado en la dictadura. El Entusiasmo no fue, sin embargo, una película que produjera ese mismo estado de ánimo en las audiencias. Era una película de éxitos fallidos para una época en la que solo había oídos para crecimientos estratosféricos y sueños delirantes que se quejaban del mal barrio en el que nos había tocado nacer.
Ricardo Larraín fue uno de esos chilenos que no se creyeron el cuento. Por eso cuando tuvo la oportunidad de comprarse una casa propia no pensó en construir una gran casona en lo alto de la ciudad, sino que optó por una casa antigua en un barrio tradicional. Dijo entonces que lo que verdaderamente le importaba dejarles a sus hijos eran recuerdos, alojar bellas imágenes en la memoria de sus seres más queridos. Esa casa tenía una enorme y colorida buganvilla que estallaba en uno de sus frentes y que hoy pervive en el imaginario familiar. A todos nosotros, nos dejó sus películas que en el último tiempo mudaron al formato televisivo sobre un personaje tan olvidado como necesario: Bernardo O’Higgins. Decía que él reflejaba a nuestra Patria y el profundo sentido de estas palabras es una herencia que debiéramos aquilatar.