El poder los deja ciegos

  • 12-04-2016

Desde hace tiempo decimos que ya nada nos sorprende. Sin embargo, cada día aparecen hechos nuevos que hacen mirar lo que hemos construido, el mundo en que vivimos. Y, con espanto, visualizamos lo que nos rodea. Desde la barbarie de los fundamentalistas de todo tipo, hasta la crueldad de los avaros. Y luego pasamos a cuestionar el esquema de convivencia en que nos encontramos. La repulsa general es a la desvergüenza; a como el poder somete y logra beneficios para los pocos que lo comparten; a la hipocresía con que se predican valores en los que ya nadie cree y pocos practican.

La tentación de culpar a los demás está siempre presente. En cierto sentido, existen razones para ello. Hay culpables identificados imposibles de ignorar. Pero también es cierto que la principal responsabilidad es colectiva. El sistema se mantiene porque lo permitimos. Y cuando se hace hincapié precisamente en eso, la respuesta más socorrida es el levantamiento de hombros y le gesto de ¡Y qué podemos hacer! La revolución se encuentra desprestigiada y la protesta destructiva no es más que es: destrucción. Con el agravante que en la sociedad actual, los movimientos sociales no generan movimientos de masa. Como sostiene Byun-Chul Han, la sociedad digital nos separa, nos hace más autorreferentes, excluyendo la posibilidad de crear corrientes de opinión duraderas. Pensamientos sustentados en ideologías bien estructuradas. Nos quedamos con la reacción emocional, que termina con rapidez, y pasamos a otra cosa.

Aceptamos como inevitable lo que nos dice el poder. Resulta evidente que no se puede avanzar haciendo todo “en la medida de lo posible”. Chile lo ha comprobado. Presidentes que vinieron después de la dictadura aseguraron que llegaríamos a la condición de país desarrollado en 10 años. Hoy sabemos que la meta está mucho más lejana, si es que alguna vez se alcanza. También está claro que la inequidad sigue. Y la “democracia de los acuerdos” cierra el paso a las reformas estructurales que el país necesita. Solo pueden avanzar morigeradas a tal punto que no sean amenaza para quienes ostentan el poder económico, que también es el político, como ha quedado comprobado en el oprobioso maridaje que hoy nos escandaliza, en una demostración de ingenuidad, de ignorancia o, peor aún, de hipocresía.

Somos testigos, hasta ahora impotentes, de cómo se impone la mirada conservadora en la mayoría de los planos de la vida chilena. La reforma a la Constitución que dejó la dictadura es satanizada. El Estado, por tanto, debería seguir siendo subsidiario, mientras productos y actividades esenciales, como el agua, la vialidad, la salud, la educación, continúan en manos privadas. Y los medios de comunicación, mayoritariamente de manera apabullante bajo la égida del poder económico, siguen desprestigiando cualquier intento que pueda rasguñar siquiera el esquema neoliberal que dejó la dictadura.

Hoy, la reforma tributaria es mostrada como una de las razones fundamentales del “frenazo” de la economía chilena. En realidad, la situación de América Latina, en general, atraviesa momentos difíciles. Según el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la economía de la región caerá en 2016 entre un 0,3% y un 0,7%. Mientras que las proyecciones para Chile son de alrededor de un 2,1% de crecimiento.

Paralelamente, lo que se intenta ocultar es la desigualdad que impera entre nosotros. Según un estudio realizado por los economistas de la Universidad de Chile, Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez, el 1% más rico de la población del país (alrededor de 170 mil personas) tiene ingresos 40 veces mayores que los del 81% (alrededor de 13 millones 770 mil personas) de la población total.

Da la impresión que vivimos en una sociedad incapaz de enfrentar sus propias debilidades. Individuos que se conforman con criticar al otro, pero que no enfrentan sus propios defectos. Un ejemplo de lo que trato de decir es lo que ocurre en el Transantiago. La evasión en el pago de pasajes es una manifestación de falta de honestidad. Cuestión que no puede excusarse por el hecho de que la locomoción en Chile es injustificadamente cara. No resulta comprensible que en un país en que el sueldo mínimo es de $250 mil, un pasaje en la locomoción tenga un costo para el usuario de cerca de $700, pese a ser subsidiado por el Estado. Sin duda, la solución no es transformarse en evasor. Las autoridades tienen que escuchar el clamor de millones de usuarios. Pero para ello hay que presionar. Y las elecciones son un buen momento. Sin embargo, aquí solo vota el 40% del padrón electoral. Y los que votan ¿por quienes lo hacen?

¿Qué les exige la ciudadanía a sus futuros líderes? Pareciera que la principal cualidad de hombre y mujeres debe ser “buena presencia”. Otra “aptitud”, el apellido. Y, de todas maneras, una caja electoral bien provista para pagar favores. Una forma encubierta de cohecho.

La realidad actual es que el desprestigio de la política y de las principales instituciones del país es alarmante. Pero eso no basta. No se ve ninguna tendencia que demuestre que hay aires serios de cambio. Los representantes del poder siguen obstaculizando cualquier reforma. Senadores y diputados casi no ocultaban hasta ahora sus relaciones con el gran capital. Hasta hemos tenido un presidente de la república que debió pagar US$300 mil para que no se entablara un juicio en su contra por utilizar información privilegiada en un negocio que le reportó millones de dólares. Sebastián Piñera ganó la elección pese a todo.

Es obvio que el poder enceguece a los que lo manejan. Pero los perjudicados deben reaccionar organizándose y dándole proyección a sus aspiraciones. Hoy la democracia no aporta líderes que cumplan ese papel. Los que debieran hacerlo, están ciegos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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