“Joselito”: Lo no dicho

Más allá de los debates morales que pueda generar en el espectador, es la creación de esa incomodidad sin juicios lo que está muy bien logrado en "Joselito", una película de sensaciones, más que de discursos.

Más allá de los debates morales que pueda generar en el espectador, es la creación de esa incomodidad sin juicios lo que está muy bien logrado en "Joselito", una película de sensaciones, más que de discursos.

A partir de la historia real de un parricida en un poblado rural de la Isla de Chiloé, las realizadoras Bárbara Pestán y Javiera Véliz desarrollaron Joselito, una ficción que se detiene en el proceso interno del personaje que lo llevará a cometer su crimen.

Joselito es una película cuyo centro es el tema de la incomunicación y la soledad. Sus dos personajes: el padre y el hijo, están viviendo el duelo de la muerte de la mujer de la casa, esposa y madre. Por lo que logramos discernir en la película era esa figura femenina la que mantenía el vínculo, no sólo familiar, sino también de estos dos hombres con el resto de su comunidad, a través de su fe y su participación en las celebraciones religiosas, centrales en la dinámica de su pueblo.

Para contar esta historia la directora de la película, Bárbara Pestán, estuvo un año viviendo en Chiloé. En este proceso aprendió del habitar silencioso de los lugareños, del rol que cumplen las mujeres como centro de la vida familiar y social y de la importancia que la religión católica y sus ritos tienen para el desarrollo de lazos al interior de estas comunidades. Todo esto está muy presenten en Joselito en donde la desaparición de la mujer, deja a los dos varones protagonistas a la deriva de su propia soledad e incomunicación en el contexto de la fiesta y procesión del “Nazareno” de las cuales ellos ya no participan, pero cuyos rezos rodean su cotidianeidad.

La belleza y exuberancia del paisaje sureño se contrapone con la opacidad de estos hombres, ambos soberbiamente interpretados: el padre por un actor fundamental del teatro y el cine nacional, José Soza, y el hijo por el debutante y eficiente Cristián Flores. La relación entre ellos es lo que sostiene la película, el cohabitar en esta casa silenciosa en donde ya no hay luz ni sentido, en donde las palabras apenas se cruzan y las miradas se evitan. Ambos actores construyen sus personajes desde el puro gesto, desde el comunicar sin palabras y dejarse retratar en la fragilidad de una soledad que se comparte, pero no se deja acompañar.

Como otras películas en su estilo, lo difícil de Joselito es la participación del espectador que parece no tener toda la información que requiere para poder empatizar con los personajes. Siendo la incomunicación el tema de la película, es también el riesgo que corre ella misma al plantearse frente al espectador sin muchas explicaciones. La película es pura atmosfera, el trabajo de fotografía de Javiera Véliz es notable, moviéndose desde los planos amplios que nos permiten respirar la humedad del paisaje de Chiloé, a pequeños planos al interior de la casa que nos transmiten el agobio de los personajes.

En sus 65 minutos de metraje, Joselito logra retratar un mundo que no es ajeno a parte importante del mundo rural a lo largo del país. Un mundo de silencios, de gestos y soledades. Y aunque la excusa de la historia es el asesinato, éste no aparece como algo central en la narración, sino más bien como una expresión más de la distancia. Al final, y dado el paisaje emocional de los personajes, uno podría entender que el hijo ve su crimen como una expresión de misericordia, más que de violencia, que en la interioridad de su conciencia estaba buscando salvar a su padre del sufrimiento de su soledad y sin sentido. Que finalmente al no poder comunicarse, ni acompañarse no hay más salida que el cierre y la huida. Y más allá de los debates morales que esto pueda generar en el espectador, es la creación de esa incomodidad sin juicios lo que está muy bien logrado en Joselito, una película de sensaciones, más que de discursos.





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