La polémica generada hace unos días con ocasión del otorgamiento de la libertad condicional a más de 1.980 personas condenadas que cumplían con todos los requisitos que establece la ley, es una muestra más de la falta de una política pública sobre la ejecución de las penas y el objetivo de reinserción social que ellas persiguen. Las condiciones de nuestro sistema carcelario, que denotan una violación estructural de los derechos humanos de quienes se encuentran privados de su libertad y la falta de cumplimiento de los compromisos asumidos por el Estado de Chile en estas materias, no ha sido tema de interés público, ni de los actores políticos en su conjunto ni de la ciudadanía.
Si en nuestro país falta consenso en muchas áreas –educación, trabajo, etc.- en esta materia es claro que sí lo hay: endurecer las penas y su cumplimiento, sin importar el costo. Sin duda, esto puede deberse a que las personas condenadas no generan votos ni pueden votar. Sin embargo, ¿cómo es posible que no sea tema de escándalo, vergüenza, urgencia ni indignación por parte de nuestros gobernantes y ciudadanía, que nuestras cárceles estén hacinadas, que tengamos una de las tasas más altas de personas privadas de libertad en la región, que el nivel educacional completo promedio en las cárceles sea menor a un 30%, que en muchas de ellas no se cuente con agua ni atención de salud e incluso que existan espacios de reclusión donde las personas deban orinar en botellas porque no se cuenta con servicios higiénicos?.
Más allá de la ignorancia y/o falta de conocimiento que han demostrado algunos políticos quienes, evidentemente, ni siquiera han leído la ley y opinan como expertos y que teniendo el poder para cambiar esta situación vulneratoria de derechos o, al menos, dar inicio a un debate serio, informado e inclusivo de un grupo de personas que también son parte de este país no lo hacen, el mayor peligro que este tipo de “debates” genera es que ya se esté trabajando en una modificación expres y ad hoc al Decreto Ley 321 que regula la libertad condicional, con una total ausencia de diseño de políticas que vayan un paso más allá de la contingencia.
Nuestro país, a diferencia de sus vecinos de la región tantas veces mirados en menos, no tiene una ley de ejecución de penas, no tiene jueces especializados en estas materias que puedan dedicarse con exclusividad a resolver la multiplicidad de problemas que día a día se presentan en nuestras cárceles. Tampoco cuenta con defensores penitenciarios a nivel nacional ni con un mecanismo nacional de prevención de la tortura. Esta situación expone que se legisla en la contingencia y para la contingencia, y que la clase política olvida que la seguridad de todos requiere una política clara de Estado que invierta en programas de reinserción social. Tomar en consideración estos elementos sería hacerse cargo de manera seria y a largo plazo de la seguridad de todas las personas, respetando su dignidad.
La ley de agenda corta antidelincuencia, con su propuesta de incorporarle a los delitos de robo con fuerza en lugar habitado y robo con violencia e intimidación, el requisito de cumplimiento previo de los 2/3 de la condena, junto con engrosar la ya larga lista de delitos que tienen esa exigencia para postular a la libertad condicional, impone un mayor tiempo de cumplimiento efectivo sin justificarlo en programas de intervención con miras a disminuir un eventual riesgo de reincidencia. Aquí se olvida que la libertad condicional no es un premio ni una recompensa, es una herramienta de reinserción social, que impone a quien la obtiene obligaciones y sujeción al poder estatal y que puede ser incluso revocada.
La decisión más irresponsable que puede adoptar la autoridad es sacrificar un mecanismo de reinserción social en pos de una seguridad transitoria, respecto de personas que cumplirán sus condenas y saldrán en libertad, sin prepararlas, sin obligaciones ni posibilidades de intervención alguna. Esto es lo que, lamentablemente, sucede día a día en nuestro país.