Poner el cuerpo

  • 26-05-2016

Madres

Esta columna parte de una foto. En un primer plano, ésta muestra a varias Madres de Plaza de Mayo: de espaldas a la cámara, formando una hilera. Lo que se ve son las espaldas, los hombros, el pañuelo, los brazos firmemente tomados, entrelazados. En un segundo plano, la avenida vacía. En un tercer plano: formando también una hilera, de cara a la cámara, la policía montada a caballo.

La foto, en blanco y negro, capta la tensión del momento. La impresionante desigualdad de condiciones. La férrea voluntad de las Madres de no dejarse amedrentar. Tanto o más determinadas que los policías que ese día cumplen una orden. Una orden que, a lo mejor, no comparten. Una orden que, quizás, los llena de vergüenza.

¿Cómo saberlo? La foto no les lee los pensamientos por más que los muestre de frente. En cambio, lee los pensamientos de las Madres. Lo que habla es el cuerpo. Esos cuerpos inmensos. Los brazos, sobre todo. La postura. La disposición: una al lado de la otra, formando la cadena de los cuerpos unidos por un mismo dolor y una misma esperanza. Dicen: “De acá no nos movemos”, “Estas calles son nuestras”, “Aquí nos quedamos porque aquí están las razones que nos arrojaron a la calle”.

Se puede estar agradecido al fotógrafo. La foto, que capta una escena específica –quizás de diciembre 2001– también puede ser un símbolo de una historia más larga. Una historia que no parece querer terminar y que se desarrolla, con características propias, en diversos territorios. La historia de los combates. La historia de las distintas formas de combatir.

¿Con qué se lucha? Antes de pensar siquiera en herramientas, en armas: se lucha con el cuerpo. Con el cuerpo que regularmente se expone –y, en ciertas circunstancias, expone a otros– a todas las violencias.

En estos días, en nuestro país y en tantos otros, una historia trágica, dolorosa, sigue tejiendo episodios, acumulando capítulos. Se vuelve cada vez más compleja, cada vez más opaca, cada vez más difícil de abarcar, en la aparente sin razón de tantos cuerpos muertos, violentados. Sin que nadie se haga responsable. Sin que los responsables queden condenados –por lo menos– al desvelo perpetuo por las faltas cometidas, por las incompetencias impunes y a la vista de todos, por tanta imprecisión y tanta improvisación. Una historia que parece condenarnos a ser títeres en manos de titiriteros que no quieren reconocerse títeres de otros titiriteros, y así, sucesivamente, remontando los hilos de la no responsabilidad por los crímenes consumados, por los atropellos, por la impudicia y la sinvergüenzura, que ya son norma, no en un país: en este mundo desquiciado.

(Que me perdonen por esta comparación los compañeros que se dedican al oficio de titiriteros con cualidades que ya las quisiéramos para la casta de irresponsables políticos. Generosos, ellos. Los auténticos titiriteros. Pendientes del otro, sea de carne y hueso o de trapo y madera… más que de sí mismos porque ese “otro” es su razón de ser y de estar en el escenario. ¿En el mundo?).

¿Quién pudiera cortar los hilos? Restar el cuerpo no a la lucha, pero sí a la manipulación de la que todos –quizás– en mayor o menor grado somos objeto.

Entre líneas, entre calamidad y calamidad, uno observa en ciertas noticias marginales, que ese proceso de liberación, de emancipación está en marcha. Es humilde. No pretende cambiar el mundo y si lo pretende no lo anda proclamando. Sin necesidad de proclamarlo, el resultado es un cambio aquí y ahora en los diferentes escenarios en que algunos actores se mueven. No se trata solo de movimientos sociales organizados en torno a tal o cual causa justa y necesaria. Se trata de eso y, además, de iniciativas puntuales, en algunos casos individuales que terminan abarcando a muchos. Iniciativas que, por lo mismo, dejan de ser individuales y renuevan la percepción del trabajo colectivo.

Es, por ejemplo, una mujer, habitante de un barrio desolado, que un día decide limpiar su vereda. Sin proponérselo, motivando a los demás con su propio ejemplo, genera la organización de todo un vecindario en torno al embellecimiento de ese espacio en el que, concretamente, transcurren las vidas de personas cercanas y de seres queridos.

Es, otro ejemplo, una profesora de geografía que, frente a una alumna, hija de trabajadores inmigrantes, que dice “no saber nada”, decide preguntarle por lo que sí sabe y le permite a la niña desarrollar una reflexión sobre las condiciones en que viven los suyos. Valorando esa experiencia, ahí donde otros discriminan y humillan. Y de pronto, en varias escuelas, vuelve a escucharse: ¿qué es lo que hay que saber? ¿para qué sirve saber?

El mundo también cambia en esas decisiones. Por pequeñas que sean, tienen el poder de transformar la vida propia y la de otros. Y aquí me gustaría recordar unas palabras de la periodista argentina Ana Cacopardo, que este diario publicó hace poco, referidas a la última marcha del 24 de marzo con motivo de los 40 años del golpe de Estado:

“En medio de este panorama complejo, que a veces nos parece tan cerrado, el Nunca Más, viene también a decirnos que es posible. Que ese otro mundo posible, ese que soñamos, también está entre nosotros. Aunque no salga en la televisión. Está en nuestras fraternidades. En el poder de lo pequeño (sobre esto las Madres y las Abuelas han hecho la mejor pedagogía). En el reconocimiento del otro. En las esperanzas y desasosiegos compartidos. En la alegría, claro. Porque nos empuja esa utopía: la de la felicidad colectiva”.

Atentos a éstas y otras experiencias, uno puede preguntarse si junto con la calle (no hay que ceder la calle, no hay que ceder el escenario a cielo abierto pero la calle, como todo, exige conciencia, exige educación, exige el desarrollo de una ética callejera, un cuidado, un amor por el otro), las luchas que hoy más importan no tienen también otros escenarios.

No me refiero, desde luego, a las formas rutinarias y quizás arcaicas de participación política que –ya todos los sabemos– no tienen el más mínimo poder transformador, en términos positivos, ya que parecen existir precisamente para que todo, especialmente lo malo y lo injusto, siga igual o peor. Léase, sobre todo: elecciones formales, pero también militancias en partidos corruptos y/o manipuladores de las genuinas añoranzas de la gente.

En definitiva, los que nos aquejan, los que nos someten, los que nos manipulan, la mayoría de las veces, no salen de sus guaridas. No conocemos sus rostros, sus cuerpos, sus nombres. No los votamos. No los destituimos. No los nombramos en nuestros artículos cuando tenemos el privilegio de escribir y publicar un punto de vista. Sabemos que existen. Podemos presentirlos “fuera de campo” en una foto que reitera la persistencia de un antiguo combate.

¿Y qué pasaría, de pronto, si en vez de poner el cuerpo, de exponerlo a las balas, a los golpes, lo restáramos? Ocupando, por un lado y a diario, todos los escenarios donde nuestro poder de transformación es concreto y decidiendo, además, en forma coordinada y por un tiempo a determinar, no jugar el juego de los que mandan.

Uno podría imaginar otro tipo de estrategias (de las que hay ya muchos antecedentes). Por ejemplo, el gran paro nacional de los ciudadanos que se niegan a ser considerados como simples consumidores. Reactualizar, darle otro sentido a un viejo NO. El NO te presto el cuerpo. El NO te compro. El NO te vendo. El NO cuentes conmigo.

Sin duda, la manera en que las relaciones de fuerza irán evolucionando o quedarán estancadas en un insoportable status quo (aquí, allá, en todas partes) tendrá que ver con la capacidad de repensar los escenarios, los actores y las formas de lucha. Pero nada de eso tiene sentido si se deja de lado los motivos. Los objetivos. Indisociablemente: ¿Contra qué se lucha? ¿A favor de qué?

En la foto que muestra a las Madres, firmes en la postura, tomadas del brazo, hay más de una respuesta.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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