Cada día son miles las mujeres que son víctimas de violencia en alguna parte del mundo. Cada día cientos de titulares nos informan de algún acto de violencia contra alguna mujer en algún lugar. El peligro que corremos ante ese exceso de información es acostumbrarnos a ella y que ante los numerosos casos de mujeres golpeadas, violadas y asesinadas, que se repiten y se repiten, nuestra sensibilidad se anestesie y no entendamos que esto que hoy nos duele es producto de la manera en que hemos organizado nuestra sociedad desde su origen, de una ideología hegemónica patriarcal que nos rodea y nos define.
El discurso patriarcal de género que define las relaciones entre hombres y mujeres es una ideología que se crea, replica y perpetúa desde un poder. Durante toda su historia el feminismo ha luchado por explicitar que las diferencias de género no son naturales, sino culturales y que son impuestas en la vida de hombres y mujeres mediante la socialización. Gracias a siglos de historia humana hoy asumimos como natural algo que no necesariamente lo es, y lo más importante, lo hacemos sin cuestionarlo. A nuestro entender la lucha del feminismo tiene que ver con esta toma de conciencia respecto a esas divisiones culturales que nos determinan. Y esta lucha es contra un “sentido común” perverso que se ha impuesto y que define las creencias y experiencias de miles de millones de personas en todo el mundo.
Podríamos pensar que con más de cien años de feminismo el discurso patriarcal ya ha sido evidenciado en su artificialidad, pero no. La violencia simbólica y física que siguen sufriendo las mujeres en todo el mundo lamentablemente nos demuestra lo contrario. Pero ¿De dónde viene esa violencia? Lo que los grupos feministas han logrado visibilizar es que los femicidios no son espontáneos, sino una expresión extrema de una manera de entender las relaciones entre hombres y mujeres que define la dinámica de nuestras sociedades. Y aunque platearlo así pareciera ser una obviedad, con sólo tomar los titulares que informan de estos asesinatos nos damos cuenta de que el acercamiento a estos hechos está lleno de prejuicios que relacionan estos crímenes con distorsionados conceptos del amor y la pasión, y no con la cultura de violencia que rodea nuestra cotidianeidad. Tenemos naturalizada la concepción de la mujer como objeto y propiedad, y no como sujeto de derechos. Está en la música, en la publicidad, en los colegios, en el trabajo, en la política, está en todas partes. Como eficiente ideología el discurso machista nos rodea, le habitamos y nos habita.
Desde la antigüedad la construcción de la sociedad occidental ha sido androcéntrica. Unos pocos –hombres, blancos, heterosexuales, propietarios- han sido los que han definido los valores y el funcionamiento de nuestras sociedades. Podemos leer la historia y la producción intelectual de occidente como un continuo de recursos y acciones para acrecentar, profundizar y reproducir este orden. Y eso a pesar de que es evidente que se han realizado pasos en pro de la construcción de una sociedad más equitativa entre hombre y mujeres, algunos gobiernos con mayor convicción en este sentido que otros. Pero en el día a día lo que vemos es que las leyes y medidas que se toman desde la institucionalidad -si bien favorecen el cambio de ciertos hábitos culturales- parece ser que se insuficientes para que cambiemos la esencia de nuestras relaciones sociales. Esto porque independiente de lo que diga la norma, la ideología está dentro de nosotros, nos define y constituye, nos rodea y está dentro de nosotros.
Para parte importante de la población cuando hablamos de ideología la referencia es más bien política o de valores sociales que suceden exteriormente a uno, que tienen que ver con el espacio público, con el afuera. Lo interesante de detenerse en este punto es darse cuenta que la ideología siempre es un asunto personal, que el sujeto político que ideológicamente encarnamos –el que vota o no, el que se manifiesta o no, el que participa o no- está definido internamente por convicciones “personales” que le hacen actuar “hacia fuera” de una manera u otra. El poder de la ideología está en que aquello que parece intimo e individual – aquello que somos cuando nadie nos ve, en la soledad de nuestros pensamientos- y que también está determinado ideológicamente desde afuera.
¿Por qué somos como somos y queremos lo que queremos? Al estar al interior de una sociedad nos movemos definidos por los estándares que esa sociedad tiene para nosotros, estándares que se anidan en lo más profundo de nuestra identidad, que definen no solo el quehacer, sino el ser. Desde antes del nacimiento, la información de que si el bebé por nacer tiene pene o vagina ya instala alrededor de él/ella un peso social que incluye no sólo los colores de su habitación, de su ropa y sus juguetes -con toda la carga simbólica que esto tiene- sino también el trato con el que desde el primer minuto el resto de la sociedad le va considerar.
Recién cuando nos detenemos a considerarlo la construcción social de género se hace visible. Podemos pasar toda nuestra vida funcionando desde esta determinación sin siquiera darnos cuenta de ello. Lo que deseamos y como lo deseamos está determinado desde un discurso dominante que valoriza y desvaloriza, que se instala mediante imaginarios que se construyen culturalmente y que son aceptados y adoptados sin mucho cuestionamiento, y en donde los medios de comunicación tienen un rol fundamental.
La idea de que exista “un poder” que esté preocupado de la intimidad de las personas -de sus relaciones románticas, por ejemplo- puede parecer inicialmente un poco extrema, pero situados en un escenario en donde por un lado, la construcción de relaciones de pareja y familia devienen estructuras sociales que replican ese sistema de poder; y por otro, en donde todo es consumo –incluso el amor- la creación de lógicas de relación, de maneras específicas de satisfacer las necesidades emotivas, de espacios, tiempos, dinámicas en que hombres y mujeres se relacionan entre ellos está tan definida que llega incluso a delimitar también a las disidencias sexuales que –por oposición o resistencia- pretenden estar fuera de éstas lógicas.
Hoy millones de hombres y mujeres nos encontramos frente al desafío de relacionarnos desde otros lugares, de resistir el constante eco del discurso patriarcal y re crear maneras de definirnos. Re pensar los roles de mujeres y hombres en la construcción de la intimidad, de la familia, de la sociedad es uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. Creemos que un paso en ese sentido es saber reconocer que tipo de discursos nos rodean, desenmascarar la ideología, ser consiente de ella y sus consecuencias en nuestra vida cotidiana, y desde ahí resistir. Resistir desde la conciencia, sabiendo que, aunque el discurso dominante nos rodee e incluso nos habite, podemos explicitarlo y que en esa visibilización ya hay un poder adquirido y la posibilidad de proponer otros discursos, nuevos discursos.