En el lanzamiento de “A la sombra de los cuervos: los cómplices civiles de la dictadura”, el autor comenta que una de las constataciones más impactantes que pudo observar durante la investigación, fue la declaración explícita de un sector no militar de Chile en considerar el Golpe de Estado, no solamente como una instancia para poner término inmediato de un programa político; sino que también la oportunidad única de refundar este país y reformularlo con otros valores: los neoliberales, los individuales. Era la ocasión aniquilar intencionadamente todo lo existente hasta entonces que pudiera perjudicar los intereses de las nuevas fortunas constituidas.
Pero, ¿qué era exactamente lo que tenía Chile que mereciera tal devastación a ojos de una parte de la sociedad que contaba con todo el poder? La gestación de un proyecto de gobierno popular al año 70 había surgido porque había muchas carencias que resolver. Los que tenemos buena memoria lo sabemos. Quienes somos del sur conservamos para siempre la imagen de niños descalzos en la calle en esos inviernos húmedos o caminando diariamente más de un kilómetro bajo la lluvia en el campo para poder asistir a clases.
Se realizó hace pocos días un conversatorio con dos antiguos trabajadores de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado – ETCE. Uno de ellos se había desempeñado como dentista, pues muchas instituciones tenían centros de salud para sus empleados. El segundo era un funcionario de la administración de la Empresa que había hecho toda su carrera e incluso formado su familia bajo la ETCE. Rememoraron muchas anécdotas alegres e historias hoy patrimoniales. También mencionaron las deficiencias, los derroches y los vicios. No nos hemos vuelto tan nostálgicos como para omitirlo. Sin embargo, prevalecía el recuerdo de una organización consolidada a la cual los empleados tenían sincero cariño y de la cual destacaban los lazos afectivos que ahí se generaron a lo largo de una vida entera, incluido actividades como campeonatos de fútbol y navidades conjuntas.
Dentro de toda su precariedad en el siglo XX, Chile había sido capaz de instaurar una mirada nacional y colectiva en su institucionalidad. Así existieron los sindicatos por rubro, que no han podido volver a establecerse. Bajo este sello, se generaron infraestructuras tan esenciales para nuestra geografía como la de Ferrocarriles del Estado, que tenía incluso una revista de difusión turística, Revista En Viaje, que existió por 40 años hasta su cierre en 1973. Bajo este alero surgieron los liceos industriales y comerciales. También la Escuela Normal que no sobrevivió a 1974, aun cuando los normalistas habían sido los grandes formadores de nuestros más importantes intelectuales. Se desarrollaron las universidades públicas regionales con proyectos tan desinteresados financieramente como fue la creación, a principios de la década del 60, de la carrera de zoología en la Universidad Austral, que en su primer año contó con solo tres estudiantes y un equipo de profesores mixto entre académicos chilenos y alemanes, porque entre ambos países se había generado esa iniciativa altruista que se transformaría en una Facultad de Ciencias.
En el conversatorio recién pasado, uno de los antiguos trabajadores contó que trabajar en la ETCE había sido su sueño desde niño porque su padre había sido conductor de tranvías. Hoy sentencia conmovido: “nunca imaginé que la Empresa iría a terminarse.” Si hoy me pongo en el lugar de un hombre octogenario y pienso en la riqueza cívica que habíamos logrado, diría que nunca imaginé que Chile iba a terminarse. Este ocaso nos produce melancolía y un afán casi romántico de remembranza. Pero, ¿Y si estudiáramos el texto de historia al revés? Si estos rescates no fueran un capítulo pasado, sino que un trabajo de referencia concreta para el futuro? ¿Si miráramos los logros ocurridos no como algo que aconteció; sino como lo que anhelamos alcanzar? Con sus mejoras, por supuesto. Amoldándose a las transformaciones que no podemos obviar.
Cuando ocurrió el terremoto de 1960, el Estado adoptó rápidamente medidas concretas para normalizar la rutina. Una de ellas fue reubicar a estudiantes entre diferentes familias que los recibieron voluntariamente para que no perdieran el año escolar debido al derrumbe de varios liceos. De este modo, hubo adolescentes de Valdivia que terminaron su enseñanza media en Antofagasta. Una organización solidaria de esta envergadura sería impensable ahora.
Si escucháramos más a esos chilenos que tienen otro país que contarnos, porque lo vivieron y porque hay una fortuna que no puede ser saqueada que es el testimonio, quizás podríamos recuperar más esperanzas que desgastándonos intentando descubrir modernidades supuestamente novedosas e inéditas. Si miráramos hacia atrás, quizás podríamos descubrir que la respuesta a muchas de nuestras interrogantes que nos hacemos actualmente para descubrir cómo salir de la catástrofe en la que estamos sumidos, se encuentra en algún antiguo trayecto en tren, en algún verano olvidado leyendo historietas a la luz de una vela, en alguna página de un álbum familiar o simplemente, en alguna sobremesa con alguno de nuestros abuelos.